lunes, noviembre 17, 2003

Cuento corto

Querida Adriana


Disculpame que no te respondí antes, pero estuve preocupadísima con todo lo que está pasando con Cristian. Me pedías que te cuente de mi vida, y creo que llegó la hora. Tenés razón, lo del correo electrónico es fantástico. No me queda claro cómo te enteraste, supongo que habrás leído algo por Internet ¡No me digas que salió en los diarios de allá! Siento mucha vergüenza. Según lo que me decís, Cristian nació cuando todavía estabas en Argentina, si, lo que pasa es que no comenté mucho mi embarazo. Hoy tiene 10 años. Escribo y se me hace un nudo en la garganta. La verdad es que hoy por hoy no sé si está vivo. Le ruego a Dios que si. Estoy desesperada Adriana. Lo busca medio mundo, en especial la policía ¿podés creer? Los de Missing Children se negaron a aceptar su legajo, dicen que no está perdido sino prófugo ¡Te parece! ¡Tiene diez años!

Te lo digo porque sos doctora y sé que vas a entender. Cristián nació con una malformación congénita diagnosticada al año de vida. En vez de uno tenía dos uréteres, de los cuales uno no cumplía ninguna función y el organismo lo tomó como un cuerpo extraño que le produjo infecciones continuamente. Lo internaron muchas veces para hacerle estudios por la vejiga con muchísimo dolor y sangre. Era horrible. Llegó un momento en que le habían dado tantos pinchazos que el pobre ya no tenía venas. Le salieron moretones por todos lados. No había antibiótico que le hiciera efecto. Al año y siete meses lo operaron y le sacaron el riñón. Como consecuencia se le formó una hernia inguinal, por lo que al año y medio lo volvieron a operar. Los doctores lo tuvieron que agarrar por la fuerza del terror que sentía. En cuanto despertó de la anestesia tenía una sonrisa muy rara.

Ya en esa época empezaron los problemas con Carlos. También nos peleamos con los médicos. Estábamos muy alterados. A Carlos lo tomó una gran depresión. La culpa le cayó como una daga afilada. Te acordarás del escándalo que se armó cuando decidimos casarnos. Poco después te dejé de ver. Nos tuvimos que venir a Rosario. Acá hay un montón de primos que se cazan, viene a ser algo normal. Cristian empezó a tener problemas de “conducta y aprendizaje”. Lo echaron de todas las escuelas a las que lo llevamos. Son unos insensibles. Es cierto que tenía otra velocidad, no sé por qué, no es que le faltara capacidad, se negaba a aprender a escribir, pero ¿qué le vas a hacer?

De estar sentado no quiere saber nada. Él quiere cambiar, estoy segura, no es que no, pero no puede, o no sabe cómo. Su manera de relacionarse es moletar. La única forma que encuentra es sacarte de quicio. Primero te investiga, ahí es un angel, después te pone a prueba. La maestra salió llorando del aula algunas veces. Pero escuchame ¿no entiende que es un chico nada más? Dice que en el último episodio Cristian le pegó una trompada en el estómago. No niego que es absorbente. Te chupa. No soporta que mires a otro, y si el otro es nene peor. No puede haber terceros, tiene que ser si o si el centro de atención. Es especialista en tomarte el tiempo y en buscarte el punto justo. Está siempre muy atento a si lo quieren o no.

Si, es un chico raro. A veces me da la impresión de que busca que le peguen, como si pidiera que lo castigaran, y si no lo logra llora. O saca su pito y lo muestra y le dice a todos “miren quién vino”. Se hace echar. Desde que era un bebe nunca se llevaba nada bien con sus hermanos. Entraba en las habitaciones y les arrancaba los pelos, les hacía pasar vergüenza con sus amigos, como me la hace pasar a mí ahora. Hace pis en cualquier parte de la casa, pero especialmente en el estudio donde Carlos tiene la guitarra y la batería. Simula orgasmos. Dice que es travesti y que va a tener novios. Te destruye psicológicamente. Por ejemplo, viene a la habitación diez veces, te mira, pone carita de gozador, te guiña un ojo y se va, y vuelve, así hasta que no aguantás más. Te saca. Es cierto, dan ganas de matarlo a veces.

Por fin habíamos logrado meterlo en una escuela privada, carísima pero bueno, y en nuestro mismo barrio, cuando empezaron los problemas con la chiquita esta Catalina. Un día estaba en el supermercado y se acercó la madre a decirme que Cristian le había pegado. Esa fue la primera, estaba bastante tranquila, se presentó, muy amable. Hasta que la semana pasada vinieron los dos, con el marido, muy nerviosos. Carlos reaccionó mal y los echó. Al otro día tuvimos que ir a la escuela. El director insistió en que teníamos que mandarlo a la psicóloga, y yo se lo prometí. La llamé y todo, le dejé un mensaje. En el cuarto de Cristian encontramos dibujos en los que está con una chica que evidentemente es Catalina ¿Por qué no los habré quemado? Ahora los tienen ellos. Se ve que la chica le gustaba. El resto ya lo conocés, después de cuatro días desaparecidos Catalina apareció, pero mi Cristian no. Y todos lo acusan.

Última nota a José Urrutia

Para vos José

Siempre me fascinaron los instantes como este, cuando los hombres cumplimos nuestras decisiones con tanta valentía y tanta determinación, que a los ojos de los demás aparecen como pasos inevitables, impuestos por la intemperie del mundo. Momentos en los que el tiempo se condensa hasta que cristaliza, y después estalla como un sifón o como un foco de luz. Pero vos, qué sabrás.

Salvador Allende siente asediada la Casa de la Moneda, entiende que todo está perdido, y se pega un tiro ¡Qué cumbre! Llegué a imaginármelo gritando ¡hijos de putaaaa! Pero a esa no se la cree nadie. Es inverosímil, como dirías vos. En el fondo era un caballero conservador; jamás hubiera puteado. Además, era arruinar su cuidada obra final. Más contundencia, más solvencia historiográfica, tiene pensar que le pesó el nombre, Salvador. Fijate que yo también puedo inventar jueguitos intelectuales.

Al que sí me lo imagino puteando ante las balas es a Rodolfo Walsh, que también era un caballero, aunque bastante más desequilibrado. Lo veo corriendo, agitado pero ágil como un gato, saltando medianeras y terrazas de edificios bajos, intentándolo pero sabiendo que no va a escapar, con un manojo de cartas en el bolso, sosteniéndose los anteojos con una mano y un revolver inútil en la otra ¿Era zurdo? ¿Que quién es Rodolfo Walsh? Buscalo en Internet.

Mientras tramaba lo que iba a hacer pensé en buscar otros ejemplos, para mejorar la redacción de esta nota. Iba a poner “muertes heroicas” en el Google, a ver qué salía. O “finales de la ostia”. O iba a buscar la frase en inglés ¿Cómo sería? “beautiful suicides” o “great selfkillers”, algo así. Pero los últimos preparativos me retuvieron más de lo que esperaba. Anticipándome hasta el último instante. No sea cosa de perder tu costumbre.

Ahora tengo una paz increíble. No dudo. Me invadió la certeza. Siento su poder. Disfruto de la savia de mi valentía. Porque si la voy a hacer, la voy a hacer bien. Sé que dirías que es una estupidez, y te pondrías a dar explicaciones, pero como yo, sabés que hay una sola razón. Te faltan los huevos. Para mí el tango es mucho más que una musiquita. Lo digo en serio. Te pido una sola cosa. No se te ocurra llorisquear. Bancatelá.


A los demás

Se las hago corta. A María la conocí una noche en la puerta de un club nocturno brasilero. No fue exactamente un encuentro, porque yo no buscaba a nadie. O sí, pero no casual, porque fue ella la que se acercó y preguntó por mi nombre. No la vi venir. Apareció. De pronto estaba ahí. Después entendí que me había estado mirando. La sorpresa me dejó mudo, y ese silencio largo que en otra circunstancia me hubiera apurado a llenar, hizo el encuentro más interesante. A las inevitables palabras a veces es mejor darles un tiempo. Sólo pude observar su sonrisa franca y expectante. Después, ya repuesto y calculando el tono de la frase, le dije que sí, que ese era yo, y le respondí el saludo de la mano, firme y seco. Su determinación me gustó. Y también me asustó un poco.

Esa noche no estaba ansioso, cosa rara. Al contrario. Me había quedado mirando a dos negros que hablaban en portugués. Eran parecidos y estaban vestidos iguales. Tenían zapatillas blancas de cuero, unos pantalones rectos con cintas rojo, verde y amarillo siguiendo la costura lateral, y directamente sobre la piel, una enorme campera inflada de plumas, con tubos circulares horizontales, como las de alta montaña pero de color negro brillante. El cierre abierto dejaba adivinar los trabajados músculos de esos dos buenos cuerpos. Hablaban y se movían constantemente como si estuvieran bailando.

Ella dijo que había encontrado algo mío en Internet. Lo había leído y le había gustado. No lo negué, porque era posible. Remotamente podía llegar a ser. Le pregunté que cómo sabía que el autor era yo. Dijo el título. Contó de qué trataba la historia. Insistí en saber cómo sabía que yo era yo. No disimuló que no lo quería decir. Sospeché, pero lo dejé correr. Me empezaba a sorprender más mi propia reacción a todo lo que estaba pasando. María es una mujer realmente hermosa. Impacta (no quiero ser cínico, lo que pasa es que los tiempos de escritura y de lectura son engañosos). Y de pronto se acerca para decirme que escuchó un grito desesperado que yo había colgado de Internet como quien tira una botella al mar ¿Hace cuánto? Ya no me acuerdo, pero mucho. Aún así, yo permanecía inmutable, limitándome a escucharla y a descifrar hacia dónde iba.

Ahí estaba María sonriéndome con una sobria remerita apenas sostenida por dos hilos posados sobre sus hombros bronceados, con unas delicadas sandalias con tiras de cuero, alta casi como yo, y un abundante pelo castaño oscuro, brillante, pesado y derramado. Yo venía de una época dura, en especial con el tema de las mujeres. Había dejado de esperar algo de ellas. Tampoco daba nada. Los últimos episodios me habían desencantado.

No creí tener nada que perder, así que le dije la verdad, que me hubiera gustado invitarla a tomar una cerveza pero no tenía lo suficiente. De hecho, estaba ahí afuera porque tampoco podía pagar la entrada al club. En otro tiempo, admitir la debilidad de no poder pagar me habría retorcido las tripas. Sentía una deuda permanente hacia las mujeres, la obligación de responder ante la mínima expresión de interés. O peor aún, de cariño. No creía merecer nada de ellas. Esto generó problemas. Ante el mínimo reclamo, una fuerza difusa me obligaba a pedir perdón. Me negaba a crear el espacio para decir lo que quería, y terminaba arrastrándome alrededor. Así, de a poco me alejé hacia la meseta en la que estaba la noche que María vino a decirme que podía emocionarla. Sin saberlo, ya le había dado algo. El antiguo deseo había fertilizado.

Pero el acontecimiento no estaba tan claro esa noche. La relativa tranquilidad de aquella meseta había tardado en llegar. Había sido costosa. Y no estaba dispuesto a ponerla en juego así nomás. En el medio tuve que aceptar la soledad. Volver al llano, a amar las cosas pequeñas, los detalles, el silencio. Dejar que el cuerpo mande. Este fraseo corto me hace acordar a Tizón, y a una frase de Tizón, que me viene como anillo al dedo: ¿Si no sabía a dónde ir ni qué hacer, cómo podía estar equivocado? En mi ir a la deriva María marcaba una dirección, y eso ya era una amenaza. El riesgo de volver a fracasar. Así que la puse a prueba.

Sugerí tomar la cerveza en Pelvis, un bar donde las mozas atienden en bombacha y corpiño, lleno de hombres que las van a gozar como a criaturas en cautiverio, señalándolas como a caballos de carrera. Claro que no son modelos de las que cobran cachet, sino chicas que hacen su trabajo con la suficiente resignación. María me miró, queriendo saber si le hablaba en serio. Cuando vio que sí sonrió, alzó levemente los hombros y me dijo vamos, a ver qué onda. Supe que me iba a enamorar, y que mi astuta puesta a prueba había rebotado. Ahora el que tenía que entrar en esa cueva llena de pajeros con tremenda mujer era yo. Alguna cara iba a tener que poner.

Nos internamos hacia la oscuridad del fondo siguiendo la barra, bajo todas las miradas. Adelante iba yo, odiado por los tipos, atrás ella, admirada y envidiada por las mozas. Un hombre con los botones de la camisa tirantes por la panza inflada no tardó en acercarse a susurrarle cosas ¿Hasta dónde intervenir? ¿Qué quiere? ¿Qué espera ella que haga? Tenía que ponerme en situación, dejar de pensar en María y averiguar lo que me pasaba a mí. El hombre seguía hablándole, asquerosamente susurrante, y haciendo fuerza contra mi brazo que era un tirante rígido apoyado sobre su hombro. Tirando vahos de alcohol en el recorrido, cada tanto giraba la cabeza para hablarle a alguien a sus espaldas. Toda esa tensión sobre mi brazo la rompió con un golpe hacia fuera, que hizo zafar la mano. Menos la música, todo se detuvo en torno a un círculo de gente. Era hora de decidir la apuesta. Podía ampararme en la civilidad. Podía rechazar la violencia. Hacer como que no pasaba nada. Aunque quizá ya era demasiado tarde. Lo que si, si jugaba tenía que jugar fuerte.

Bajé la mirada, inspiré hondo, me afirmé al piso y lo empujé con brutalidad, ya sacado de mí, transformado en otro. Sabía que no alcanzaba con parecer un loco. Me vi en el terror de su mirada. Sentí crecer mi furia, una furia real. Con fuerza desmedida rompí una botella de tres cuartos contra la barra. Fueron segundos. Le pegué una primer patada llena de bronca acumulada. El pie fue a dar contra la rodilla. Algo se desgarró y con un grito horrible, el tipo trastabilló. Tracé un rápido semicírculo con la izquierda y le di con el puño cerrado en el oído derecho. Y en seguida otra patada de lleno sobre el lado izquierdo de la cabeza. Cayó como una bolsa de papas. Sin darle tiempo a nada me tiré y ya sentado encima lo agarré de los pelos y le estrellé la cabeza contra las baldosas del piso. Señalándolo como si las puntas de la botella rota fueran un índice gigante, mirándolo fijo a los ojos, entre los dientes apretados, le hice saber que era capaz de cualquier cosa:

- Rescatate concha tu madre, rescatate porque te juro que te mato.

Al que le escuché esa expresión una vez, era el único consejo que daba. El que te salva sos vos, nadie más, dijo. Por vergüenza, por orgullo, por amor, por lo que sea, pero sos el único que te rescata del dolor. Al final estás solo. Eso dijo.

El tipo aflojó el cuerpo y se entregó. Ni siquiera temblaba. Quedó desparramado con la espalda contra el piso. Yo era una corriente de adrenalina pura. Tenía cada músculo en tensión. Agarré a María del brazo, con brutalidad y ternura a la vez, y la saqué de ahí. Afuera se habían juntado curiosos que buscaban entender lo que pasaba y que se abrieron paso sin prestarnos mayor atención. Mientras caminábamos volví a mí. Me fui tranquilizando. A mitad de cuadra reduje el paso y pude aflojar la mandíbula. Mi mano apretaba la de María, levemente, hasta que las palmas sólo se rozaban. Seguimos en silencio hasta donde había dejado la moto.

Cuando me abandoné compré una Honda 125 y empecé a llevar y traer documentos por la ciudad. Más de diez horas diarias. Con lo que ganaba vivía día a día. A penas pagaba el alquiler, el combustible, la comida. Fue un proceso de embrutecimiento rápido, del que fui testigo consciente. No pude o no quise hacer nada. Todo empezó con lo de la última mujer. Dejé de juntarme con la gente. Dejé de escribir ¿Para qué? ¿Para quién? El amor te deja solo. Y mi trámite de rescate se hizo más largo de lo que creí posible aguantar.

La luna estaba baja y amarillenta. Era una noche cálida. María apoyaba la cabeza sobre mi hombro derecho. Viajábamos todavía sin decir una palabra. Dejamos la ciudad y salimos a la ruta. Vamos a sureste, le dije. Ella hizo unos sonidos de asentimiento antes de dormirse. Me invadió la euforia y una gran felicidad. Los oídos se me llenaron de lágrimas. Ya extrañaba que pasaran cosas buenas. Con la primer claridad llegamos a un pueblito. Mi única guía habían sido los carteles. No tenía idea de nuestra ubicación real. Compramos (pagó ella) pan, queso y una botella de vino. El hombre que cargó combustible dijo que faltaban unos cinco kilómetros por un camino recto de ripio. Poco después lo vimos. Era una línea plateada que cortaba el sol anaranjado a medio salir. El camino se dispersaba justo antes de llegar al borde de los acantilados. Allá abajo, muy abajo después del filo, las olas rompían contra las piedras. El murmullo llegaba débil. Nos quedamos arriba sentados sobre la moto, como si siguiéramos de viaje, viendo el horizonte que se ampliaba con la luz. Los contornos de las sombras se fueron llenando. Arranqué y anduvimos por el sendero paralelo al acantilado, buscando una bajada a la playa. Íbamos rápido, bordeando el abismo, hamacándonos con las ondulaciones suaves del sendero. La risa nació como leves contracciones abajo de la panza y creció hasta convertirse en carcajadas. Es uno de los momentos de mayor felicidad que recuerdo en mi vida. María me daba tiernos besos en el cuello y en las orejas, y yo manejaba la moto, y me reía como un chico.

Ese fue el comienzo de una buena época. Nos hicimos compañeros. Salíamos a cenar, fuimos al cine, hicimos nuevos amigos, probamos drogas, viajamos por Bolivia por Perú, y por la selva de Brasil, nos cuidamos mutuamente en las noches de fiebre, escuchamos música, trabajamos, nos leímos libros enteros en voz alta, hicimos el amor, y aunque muy indirectamente, cada tanto mencionábamos a los hijos. Hasta que en el medio de todo ese idilio se metió José Urrutia, un conocido mío recién llegado de Santiago de Chile, donde la iba de profesor universitario. Les cuento esto para que se hagan una mínima idea. A esta altura la verdad no interesa. Es una de dos. O ella realmente se enamoró de él, o lo usó para expresar su amor por mí de manera retorcida, una de esas triangulaciones escondidas que a veces inventa la mente de la gente. No existe la tercer posición, de la que hablan ellos, la supuesta confusión traída de los pelos, alimentada por mis fantasías, una seguidilla de “interpretaciones forzadas por alucinaciones tuyas”, como dijo José Urrutia. Mentira.


A vos de nuevo

Se demora. Debe haber perdido el tren de las 7. Mientras tanto te la sigo un poco, ya que estamos. No necesito volver sobre lo que ya conocés. Lo hablamos suficiente. Ni tengo que dar razones. Te entiendo. ¿Qué culpa podés tener? Tiene ángel, que le dicen. Hipnotiza, encanta. Pero es mía José, o no es de nadie. Así de simple. Y yo de nuevo no voy a poder. No lo voy a aguantar. No sospecha nada. Le prometí llevarla al mar en la moto, como aquella primera vez, y no sabés cómo se entusiasmó. Se puso contenta. Me preguntó si necesitaba traer abrigo ¡Qué divina! Debe creer que puedo perdonar, pero ¿quién soy yo para perdonar? Ahora me agarra una tristeza fea, y me transpiran las manos. Pero no me arrepiento. Eso ya no. Todo lo contrario. Algo voy a gritar. Pero no una puteada. La bronca desapareció y además, soy un caballero. En su lugar quedó esta paz rara. Ahí tocan el timbre. Una última cosa. No des otra de tus típicas vueltas. Andá directamente y buscá por allá. Nos vas a encontrar.