lunes, septiembre 05, 2005

Viste, te dije

La puerta se cerró de un golpe a sus espaldas. Cruzó el ambiente a tientas, intentando recordar cómo lo había dejado esa mañana. Iba con el brazo izquierdo extendido y los cinco dedos adelante, agitándose anhelantes. Calculó que lo mejor sería ir hasta la cama, y siguiendo el borde alcanzar la mesita de luz. Lo hizo. Dejó el maletín junto a la cabecera y se sentó a esperar que los ojos se acostumbren a la luz amarillenta del velador. Cuando pudo ver tomó la cinta de la persiana y dio un primer tirón, con tanta fuerza que le hizo dar un pequeño salto. Todavía no se acostumbraba. Con los sucesivos tirones, la luz blanca de la luna llena fue invadiendo el departamento. Apagó el velador, corrió la amplia puerta de vidrio y salió al balcón.

Era un piso 12. Al fondo, suspendido sobre el horizonte, el amplio semicírculo de luminosidad anaranjada que cubre a la ciudad uruguaya de Colonia del Sacramento, del otro lado del río de La Plata. Aún no terminaba de acostumbrarse a su nuevo lugar. No podía creer estar viviendo en Puerto Madero. Lo sentía extraño. El edificio resultó ser el último del último y más sofisticado barrio de la ciudad. Su balcón pendía del borde oriental de Buenos Aires. Apoyado en la ancha baranda de acero pulido, su mirada se extendía sin límite. De atrás, desde más allá de los diques, las grúas abandonadas y los viejos galpones convertidos en restaurantes finos, llegaba el tímido murmullo de la ciudad. Abajo, las recientes calles perfectamente asfaltadas e iluminadas permanecías vacías. El impulso constructor de los capitales había superado al ritmo de la demanda. Era un barrio vació de gente y de historia, a la espera de ser habitado. Sobre la derecha se extendía un alambrado tejido y tras él nada, las hectáreas de terreno llano más costosas de la Capital. Espacio inmobiliario virgen. La luna estaba en su instante de máximo esplendor, enorme y marmolada justo delante suyo, como una fuerte presencia al alcance de la mano. La claridad plateada se espejaba en el piso de parquet del único ambiente, pequeño, confortable y aún prácticamente desocupado de su nuevo departamento.

Entró, y entró a la cocina. Puso la pava sobre la hornalla y sin mucha esperanza buscaba en los cajones del bajomesada un foquito para estrenar la lámpara de arriba, cuando le pareció escuchar, e inmediatamente tuvo la certeza de haber escuchado, una voz metálica de mujer que lo llamaba por su nombre. Dio vuelta sobre si mismo y asomó la cabeza fuera de la cocina. Desde esa posición tenía una visión total del departamento. El paneo fue meticuloso: un escritorio negro con un fax Panasonic, un teclado y un monitor; en seguida la puerta corrediza de vidrio que daba al balcón; la mesita de luz y el velador; sobre la pared opuesta a la puerta de entrada una cama de plaza y media, a sus pies un televisor JVC; tras él la puerta del baño; contra la pared opuesta al balcón, iluminado de lleno por la luz de la luna, un sillón de cuero negro; luego la puerta de entrada, un placard de tres piezas, una cajonera y la puerta de la cocina, desde donde Roberto buscaba el origen de la voz. Quién hubiera sido sólo podía estar en el baño, porque debajo de la cama había un colchón y cajas con las cosas de la mudanza.

Roberto dio tres pasos y estuvo en el centro del ambiente, mientras su sombra se agigantaba contra la pared del sillón. Afuera el enorme río dormía. El silencio era absoluto. Se le ocurrió que podía haber sido su imaginación, pero también que la ocurrencia era el deseo de que en ese baño no hubiera nadie. Y sin embargo alguien había hablado, y el único lugar en el que podía estar era el baño.

Roberto dio los dos pasos que faltaban para quedar bajo el marco de la puerta. Pudo sentir la presión de la sangre fluyendo, y escuchar sus latidos en las sienes. Llevaba un repasador hecho un bollo, fuertemente agarrado con ambas manos. Sintió otra presencia además de la luna. En el baño no vio a nadie. La única posibilidad ahora estaba atrás de la cortina de plástico. Un segundo antes de abalanzarse con todo su cuerpo dio un fuerte manotazo que sonó como un estallido en el pequeño interior del baño. La cortina se corrió, y en seguida Roberto salió aliviado. Volvía a la cocina a sacar del fuego la pava que ya murmuraba, cuando a sus espaldas escuchó:

- Fuiste elegido Roberto.
- ¿¡Qué!? ¿Quién es? – exclamó Roberto, con la mirada desorbitada y una voz aguda irreconocible.
- La Televisión Roberto, te habla la Televisión, acá, acá Roberto, en tu televisor.
Roberto dejó caer el repasador.
- ¿Elegido?
Ya pensaba en el autor de la broma cuando la voz distorsionada volvió escucharse:
- ¿Chequeaste tu cuenta de Yahoo!?
- Nnno, hoy todavía no- contestó el muchacho.
- Te va a estar llegando un mensaje con instrucciones; cree en él Roberto, cree en él.

Mientras esto ocurría, en el centro de la pantalla del JVC oscilaba con movimientos elásticos que iban del círculo perfecto al óvalo una figura tridimensional azul con la leyenda Ford en su interior. Roberto volvió en si con el chapoteo metálico de la tapa de la pava que hervía furiosa sobre la hornalla. Se inclinó para apretar el botón rojo de la computadora y siguió camino a la cocina. Tiró el agua hervida, vació el mate de yerba usada y volvió. Se sentó frente al monitor. Yahoo! le pidió el nombre de cuenta y la contraseña. Había ocho mensajes sin leer. El agua volvía a reclamarlo. Roberto calculó si alcanzaba a ver la Bandeja de Entrada, pero si seguía sentado se le volvía a pasar agua. Le gustaban los primeros diez mates, bien calientes. Creía ser un buen cebador. El monitor, el gas butano azul de la cocina reflejado en la superficie blanca de la puerta de la heladera, y la luna llena, eran las únicas fuentes de luminosidad.

En la Bandeja de Entrada había tres newsletters de distintas secciones del diario La Nación, la respuesta a un mensaje suyo cuyo subject era “tengo miedo”, dos advertencias de que envíos suyos no habían llegado a destino, tres participaciones a una lista sobre Platon a la que estaba suscrito, y un mensaje cuyo remitente era Domus Gauss. Solía abrirlos por orden cronológico de llegada, pero esta vez dudó. A pesar de la hornalla encendida que iluminaba de un azul tembloroso la cocina, Roberto empezó a temblar. Era un extraño estado de frío interno que él conocía bien y que había bautizado “Entrada de Mundo”. Le sobrevenía en momentos intensos, anticipados por síntomas que se repetían con una regularidad asombrosa: frío más allá de la temperatura ambiente, fuertes e injustificados temblores, y una sensación de desnudez que no se iba sino con azúcar, y cuanto mayor su concentración mejor: helados, chocolates, dulce de leche, mermeladas. Circunstancias en las que por una u otra razón perdía el control, sobre el exterior o sobre sus propias emociones, situaciones que lo desbordaban, en las que el desfasaje entre la realidad y sus fantasías se agudizaba.
Antes de cerrar la puerta Roberto chequeó mentalmente lo que pensó que iba a necesitar: las llaves del departamento, la carga de las pilas de la linterna, el mapa que acababa de imprimir, la máscara. Mientras abría la puerta del ascensor le apareció la imagen de la hornalla prendida, he intentó recordar si la había apagado. Reconstruyó sus últimas acciones, sin dar con la que buscaba, en la que su mano giraba la perilla del gas y el fuego azul desaparecía. Pensó en las posibles consecuencias de dejar esa hornalla viva, aunque ¿durante cuánto tiempo? No tenía ni idea de lo que podía demorar en cumplir con el extraño encargo que le habían hecho. Era una cita incierta. En el transcurso de estas cavilaciones llegó el ascensor. El edificio aún tenía olor a cemento fresco. Habían pasado pocos días desde su rápida mudanza; aún así le extrañó no haberse cruzado con algún vecino, ni haber visto movimiento de gente. Parecía ser el único habitante. A mitad del descenso se arrepintió de no haber resuelto volver a comprobar si efectivamente había apagado la hornalla, se irritó con su reiterativa incapacidad para recordar hechos insignificantes, que trastornaban la base de sus tareas cotidianas, como si el riesgo innecesario de la memoria le resultara un asunto espinoso; así que lleno de bronca, apretó el botón rojo. El ascensor se detuvo en seco con un fuerte chirrido, y el botón rojo comenzó a parpadear. Apretó el botón con el número 12, sin obtener respuesta. Lo volvió a apretar una, dos y tres veces, antes de descargar una metralla de golpes desesperados con el índice rígido. Desde lo profundo del estómago, se le escapó un grito:
- La puta que lo parió.
La frase retumbó a lo largo del agujero rectangular del ascensor y se transmitió al resto del edificio, que más allá de los ecos de la “o”, permanecía en absoluto silencio. Roberto iba a iniciar una nueva descarga indicial sobre el botón del 12, cuando el rojo dejó de parpadear, y con otro gemido el vehículo inició su ascenso vertical. Junto al fuego azul de la hornalla encontró el croquis que, curiosamente, también había olvidado, y que junto al mapa que tenía en la mochila completaban las instrucciones para atravesar la Laguna de los Coipos, una noche de luna llena como esa, con el objeto de llegar antes de la medianoche a la costa oriental del Parque Natural Costanera Sur, la Reserva Ecológica de la ciudad de Buenos Aires, donde según decía el didáctico mensaje de Domus, iba a encontrar los otros cinco integrantes de un grupo al que, por alguna razón que aún desconocía, lo habían incorporado. La Reserva no tenía más de 30 años de existencia, 350 hectáreas de lagunas, bosques y selva ganadas al río con los escombros de los edificios derribados para cumplir el recto trazado de las autopistas. Naturaleza sobre restos de ciudad. Ahí era la cita.

Al parecer, había sido elegido el último integrante fundacional de una logia de la que el informe no daba grandes detalles, o lo hacía de manera tal que no quedaba claro el motivo de su creación, ni el de por qué Roberto era uno de los suyos. El autor del instructivo hacía hincapié en el honor que debía ser para él haber sido seleccionado. Según el tono general, debía estar orgulloso, agradecido, feliz.

Finalmente Roberto salió a la noche traslúcida e inmóvil. Los únicos sonidos eran sus pasos sobre el asfalto impecable. La inmensa y cercana luna llena bañaba como las luces de un estadio el paisaje de mobiliario urbano, sofisticado, diseñado en base a acero pulido, iluminación focalizada y madera laqueada de la mejor. Aprovechó para silbar. Le gustaba entonar una melodía de Miles Davis que los años habían deformado, siempre la misma aunque en distintos tonos y tiempos, y experimentar con las acústicas cambiantes de los ambientes que atravesaba: los pasillos del subterráneo, el inmenso hall central del Correo Central, el estrecho cañadón que forman dos edificios del barrio San Nicolás, su propio departamento. Era lo único similar a un instrumento musical que manejaba con cierta habilidad. Pensó al respecto mientras caminaba. Había notado que a muchos les desagrada el silbido en público, o quizá, pensó, fuera el optimismo aparente de los silbadores.

En la mano izquierda llevaba la máscara de plumas que le habían regalado para su trigésimo cumpleaños. Era una coincidencia insólita. El extraño mensaje lo repetía en tres oportunidades. Bajo ningún concepto debía presentarse a cara descubierta. Precisamente el día anterior, abriendo las cajas de la mudanza había aparecido aquella máscara, que simulaba la cabeza de una paloma, con plumas color blanco sucio reales, adheridas. En un primer momento, saber que contaba con lo necesario lo alegró, pero no tardó en encontrar inconvenientes. No estaba seguro de querer ir de paloma. Y además las plumas le daban alergia. Le pareció escuchar lo que le dijo una vez Candelaria, vieja de ojos azules, loca o por lo menos rara, instalada bajo el monumento a Mariano Moreno, “el jacobino”, como lo llamaba ella, en la Plaza de los dos Congresos. También las odiaba. “Ahora tienen ese gusto a pescado, inmundas ratas voladoras, estos de acá, antes vendían maíz, ahora alimento balanceado, comen pescado, y los bichos le toman el gusto, porque lo hacen con harina de pescado, ratas emplumadas, ratas con escamas, bichos de mierda”.

El carrito de choripanes estaba en el lugar indicado por el mapa, en el centro de una nube de humo con olor asado que se mantenía suspendida e inmóvil por la falta de viento. Encontró el bote de madera amarrado bajo el quinto farol, remó, como se le indicaron, siguiendo el filo de la larga sombra rectangular que proyectaba sobre el agua el edificio de Telecom, encontró la rama con forma de signo de pregunta hundida hasta la mitad, ató el bote y subió hasta la copa del árbol, desde donde pudo ver el río y más allá la claridad de Colonia del Sacramento, y donde efectivamente encontró el sobre de plástico Zipoc con el segundo mapa y la siguiente lista de instrucciones.

En la reunión circular se habló de pájaros, a pesar de que todos los integrantes sabían que el tema que los convocaba era otro. Estaban los seis parados en ronda. A Roberto la falta de precisión, el rodeo evidente de la conversación, lo desilusionó, le desagradó profundamente, y estaba a punto de manifestarlo, lo que implicaba contravenir la categórica cuarta consigna del meticuloso Instructivo, cuando el hombre gordo con la camisa floreada y la careta de Carlos Gardel dijo lo de las palomas. Entre la picazón en el pecho seguida de un repentino estornudo (ambos, claros síntomas de la agudización de su alergia a las plumas) Roberto recordó su máscara, y se sintió mencionado. En monocorde tono pedagógico Gardel había empezado explicando que en la Reserva Natural convivían más de 200 especies de aves, que se refugiaban ahí no tanto por alimento sino escapando de la contaminación auditiva, en especial del bullicio urbano nacional, el de las manifestaciones sociales en plazas y parques públicos.

- Las únicas que se adaptaron a esta situación fueron las palomas, que lograron hacer de las grandes ciudades su ámbito específico. Podría decirse que la paloma es el pájaro urbano por excelencia.
Roberto no lo pudo evitar.
- Perdoname Gardel, yo no es que ame a las palomas ni mucho menos, me parecen sucias, desde todo punto de vista desagradables, lo de esta máscara es pura casualidad, si, si, no empieces, no pienses, no viene al caso ahora que te cuente detalles pero...
Sin darse cuenta, ensimismado en su justificación, Roberto apuntaba con su linterna directo a la careta plástica y siempre sonriente de su interlocutor, que hacía movimientos desesperados por esquivar el doloroso haz de luz. Los otros cuatro se pusieron nerviosos. Roberto seguía, ya casi gritando:
- Y te digo más, quedate un poco quieto che, el otro día, el martes creo que fue, no sé si vos lo viste, en La Nación apareció un artículo sobre la migración urbana de las palomas, donde justamente dicen que se están mudando en masa del Centro al norte, a Palermo, a Belgrano, incluso a Saavedra, por las protestas de los ahorristas, lo ponen como un fenómeno más de la crisis.
Estaba enardecido, el calor y la transpiración de la cara habían ido aflojando el cemento que mantenía pegadas a su máscara las plumas de paloma, que se desprendían y caían, de a dos o de a tres, y pasaban meciéndose con el vaivén característico frente al haz de luz de su linterna, con la lentitud de un ritmo que contrastaba con la brusquedad de sus movimientos. Era ese momento avanzado de la noche en que el sol todavía no asoma y la luna ya tuvo su ocaso. La otra única fuente de luminosidad era el ingenioso farol que sostenía, tembloroso, el hombre con la máscara de Evita Peron, improvisado con una vela en el interior de un frasco de vidrio, con los restos lavados pero aún reconocibles de una etiqueta de mayonesa Hellmanns.
Roberto era el único que hablaba.
- Y por otro lado Gardel, habrás escuchado el dicho, “la culpa no es del chancho”, que para el caso de las palomas viene bárbaro, porque acá en Plaza de Mayo le dan de comer a más de uno- dijo, señalando hacia el oeste con la linterna.
Los estornudos de la alergia le habían originado dos pequeños hilos de moco acuoso que ahora sentía deslizándose, a punto de asomar al exterior de sus fosas nasales. Con un desagradable sonido plástico, su manga fue a dar contra la careta, que a partir de ahí permaneció abollada. A su disculpa siguió un largo silencio durante el cual lo único que se escuchó fueron las olitas del río pegando contra la playa de escombros urbanos.
- ¿Alguien sabe quién es Domus?- preguntó Roberto.
La reacción en todos fue inmediata, pero lo más afectada pareció ser Susana Gimenez, que instintivamente dio un paso hacia atrás. De esa manera Roberto pudo verla mejor. Debajo de una remera que decía “Viva Barbados, viva el Sol” tenía dos sólidas tetas del tamaño de pomelos grandes, sin corpiño, y una distancia de tres dedos entre una pierna y la otra, inmediatamente debajo de la cremallera de su ajustado jean celeste. A través de esa hendidura Roberto vio los primeros indicios de la claridad del sol, asomando muy tenuemente sobre el horizonte del río. El tiempo se acababa. Las instrucciones enfatizaban que debían dispersarse antes del amanecer. Roberto aprovechó para apurar otra duda.

- ¿A ustedes también les habló la Televisión?
La nueva pregunta cayó como una bomba. Repentinamente el chico vestido de Sandro sintió el frío del rocío del amanecer, y empezó a dar saltitos en el lugar, mirando a uno y otro lado.
- ¿Vos estás loco nene?- exclamó de repente Susana Gimenez, adelantando la cabeza como una tortuga y apuntándose a la sien con el índice derecho, que describía pequeñas y rápidas vueltas sobre si mismo.
- No se, qué ¿qué pasa?- preguntó Roberto, llevando los hombros hacia atrás, abriendo el pecho y extendiendo los brazos como si agarrara una pelota enorme.

Ya todos se iban. El sol le daba relieve a los marcos de las figuras. Roberto alcanzó a ver el culo redondo y parado de Su internándose en el tupido bosque de la Reserva. La hubiera seguido, pero en seguida recordó la quinta consigna del Instructivo. De vuelta a su departamento, remando lentamente pero con ritmo sostenido hacia la costa occidental de la laguna Los Coipos, pensó que aunque pudiera narrar los acontecimientos de esa noche, aunque le estuviera permitido, nadie le creería. Sin sacarse los zapatos ni lavarse los dientes se tiró sobre la cama, y se quedó profundamente dormido.

Tiempo después refregaba unas medias y unos calzoncillos en la bacha de la cocina cuando volvió a escuchar que la voz metálica femenina le hablaba. Secándose las manos con un repasador salió a ver. Esta vez era pleno día.
- Hola Roberto, cómo vas en tu nuevo departamento.
- Fantástico, lo más bien- contestó el muchacho.

La vida de Roberto dio un vuelco sustantivo el día que ganó el fabuloso concurso del ciclo de Chiche Gelblum, en el renovado Canal 9. Además de un lugar, y de sustanciosos premios materiales, ganó lo impagable: ser reconocido por la calle. Descubrió que, sin grandes motivos, la gente común era afectuosa. Ahora la figura que acompañaba la voz desde el centro de su JVC era el logo colorado y circular de la cadena de supermercados Disco, sometido a distintos efectos animados que lo distorsionaban al punto extremo de su reconocimiento visual.
- Se aproxima un nuevo encuentro, prestá atención, prestá atención Roberto, vas a estar recibiendo otro mensaje - dijo la Televisión.
Roberto estaba absolutamente absorto y seducido por esa voz, que a pesar de su dejo metálico, era la más sensual que recordaba haber escuchado. Los músculos de la cara y la mandíbula, totalmente relajados, le mantenían la boca semiabierta y los párpados caídos hasta la mitad. La Televisión le sonaba familiar. De pronto reconoció la certeza interior de haber estado esperando volver a escucharla con una ansiedad reprimida por el olvido, o más bien por el recuerdo distorsionado de las insólitas vivencias que sucedieron a la breve charla anterior. Tenía preguntas que no se animaba a formular en voz alta. Había detalles de esta Hermandad a la que ahora pertenecía, que no le cerraban, a los que no lograba dar mutua conexión. Parado en medio del único ambiente, con el repasador tomado con fuerza por ambas manos, intentando sonar frío y calculador, se animó:
- Tu reaparición es oportuna Televisión, tengo dudas que quiero evacuar, dirigiéndotelas a vos o a quién corresponda.
- Si, me imagino Roberto, que tendrás inquietudes, y de a muchas, como es lógico, pero no te olvides que yo solo soy la Televisión, un simple medio de comunicación.
Roberto había cambiado de actitud y por ende la posición de su cuerpo. Ahora tenía el repasador colgado del hombro derecho, y el pulgar y el índice de la mano izquierda rondaban la zona de la pera, ayudándole a pensar. Más confiado dijo:
- Está todo bien, me resultó interesante, y hasta donde no vea algo jodido sigo, me pareció buena gente, incluso a Susana Gimenez la noté una chica con mucho carácter, y bueno, esa es una de las cosas que quería preguntarte, aunque esto tenga que quedar entre vos y yo, si por favor no me podés facilitar un que otro dato de ella, o al menos una explicación de por qué está prohibido averiguar nada ni tener contacto con los demás.
Roberto dijo esto último desde la cocina, donde había reiniciado el lavado de su ropa interior. En el centro de la pantalla, ahora ondulaba al ritmo de la voz el logo de Coca Cola. Desde su nueva ubicación el muchacho notó que la Televisión hacia esfuerzos por hacerse escuchar, subiendo poco a poco el volumen.
- El secreto es parte esencial de los ritos que toda Hermandad necesita para recrearse una y otra vez a lo largo del tiempo Roberto, vos lo sabes bien, no te hagas, imaginate que si ustedes seis empezaran a encontrarse y a compartir grupos paralelos, la fuerza de los lazos que los unen se diluiría; es necesario atenerse a ciertas reglas. La anomia es un riesgo constante.
En alta voz, por sobre el repasador colgado de su hombro izquierdo, sin parar de refregar canzoncillos, Roberto gritó:
- Eso lo entiendo, lo que no me queda claro es por qué nos eligieron a nosotros, no vi que tuviéramos nada en común; te digo más, el gordo que la fue de Gardel era más bien desagradable.
- Roberto te voy a pedir, por favor, que dejes esa ropa un momento y vengas acá afuera, este no es momento de hacer preguntas, hay que seguir avanzando- dijo la voz, con el tono de quién contiene la paciencia.
Sin secarse las manos, lleno de furia, Roberto salía de la cocina, despidiendo gotitas jabonosas que se estrellaban contra lo que lo rodeaba. Dos de ellas fueron a dar contra el monitor, y en seguida se deslizaron formando dos surcos brillantes entre el polvo adherido por la estática. Señalando amenazante al televisor, dijo:
- En este punto la explicación es especialmente vaga, y esta es la verdadera pregunta que quería hacerte Televisión, cómo carajo es eso de que somos representantes, representantes de quién.
- Lo dice el Instructivo Roberto, cada uno encarna un patrón.
- ¿Un patrón?
- Un patrón estadístico.
- Ajá – Roberto sentía furia, sentía que le tomaban el pelo- Así que un patrón ¿y de dónde sale?
- Es un promedio Roberto, es muy simple, cuesta creer que no lo entiendas, sus patrones representan la media de los demás televidentes.
- ¿Qué cosa se promedia?
- No entiendo Roberto ¿a dónde querés llegar?-, preguntó la Televisión.
- Quiero saber- dijo Roberto.
- El patrón sale de los ratings comparados de las metrópolis más grandes del país ¿ahora te quedás más tranquilo? – dijo burlonamente la Televisión.
Roberto mantenía el ceño fruncido.
- ¿Y para qué sirven?
- Para hacer proyecciones, anticipaciones, para prevenir Roberto.
- ¿Quién es Domus?
- Domus es Gauss, pero ya es suficiente, esto es todo lo que puedo decirte, él te hará saber más cuando lo considere conveniente, por ahora vos disfrutá, tomá consciencia de lo que significa encarnar la media, imaginá que en promedio tus gustos son los de tu generación Roberto, es un poder muy fuerte, es una ventaja comparativa, es una gran responsabilidad. En alguna medida, con vos elige la mayoría de los que son parecidos a vos, imaginá, imaginate Roberto.
Durante el último tramo de la conversación la pantalla del televisor había mostrado al gordo a neumáticos de Michelin, haciendo moriquetas y rebotando de un extremo al otro. Luego desapareció y sobrevino un silencio prolongado.
- Televisión ¿seguís ahí?-, insistió Roberto –Televisión, Televisión-.

Pero la voz desaparece. Unos minutos más tarde Roberto sale al balcón con un balde lleno de bollos de ropa recién estrujados. Calcula que se van a secar en poco tiempo. Hace una tarde maravillosa, traslúcida y para nada húmeda. Hacia su derecha, hacia el sur, alcanza a ver las grúas de la boca del Riachuelo. Más cerca, la Usina Termoeléctrica Central de Costanera, con sus chimeneas humeantes pintadas con anillos rojos y blancos. Desde el frente, como un sonido compacto y único, escucha el canto de los millones de pájaros de la Reserva Ecológica. Más allá, en el horizonte café con leche del río, una serie de rectángulos acostados y de distintos tamaños indican los enormes buques de carga, llenos de televisores japoneses, esperando autorización para entrar a Puerto Nuevo.

Roberto inspiró con todas sus fuerzas, invadido por una sensación de felicidad que lo mareó al punto de tener que agarrarse con fuerza de la baranda. Cerró los ojos y volvió a prestar atención al murmullo en bloque de los pájaros. Era de vuelta esa sensación de Mundo entrando en él, por un lado agradable, porque lo hacía sentirse vivo y permeable, pero que también incluía un espantoso sentimiento de pérdida de control y desubicación espaciotemporal. Se sintió frágil. Empezó a temblar. Percibió estar a punto de lograr algo largamente esperado, y al mismo tiempo sintió terror de quebrar el frágil equilibrio que, a fuerza de azar y voluntad, había logrado alcanzar en el último tiempo. Ahora al menos tenía un lugar desde el cual mirar. Y era una buena panorámica. Como siempre, los temblores por la amenaza de Entrada de Mundo en él le dieron hambre de glucosa y almidón, así que Roberto se imaginó haciendo unas tostadas con manteca y una combinación de su dulce de leche preferido y una jalea especial de guindas silvestres de la Patagonia. De paso a la cocina, apretó el botón rojo de la computadora.
Entró en Yahoo! El mensaje de Domus lo esperaba. No había notas aclaratorias ni instrucciones, simplemente una sofisticada invitación digital, personalizada, a la presentación en Argentina del último modelo de una pick up cuatro por cuatro, el Hilux Luxury Express, de la japonesa Toyota, con frenos ABS, mayor cantidad de Air Bags por los cuatro costados que el modelo anterior y que ninguna otra, y equipada con un equipo para 50 Compac Disc con siete parlantes de sonido con la calidad que sólo puede ofrecer la también japonesa Sony. Era el acontecimiento promocional del año, a realizarse esa misma noche, a escasas cuatro cuadras de su departamento, en el Hotel Hilton de Buenos Aires. Le habían asignado un número de mesa. La única condición era ir disfrazado. A pesar de una sutil aclaración incluida al pie, donde se instaba a evitar las improvisaciones burdas con sábanas, frazadas y utensillos culinarios, Roberto hizo un meticuloso registro mental de su placard, los cajones y las cajas que aún esperaban ser abiertas. No quería ponerse en gastos, alquilar un disfraz le parecía una de esas típicas cosas que hacen los que no tienen imaginación, un facilismo. Pero lo cierto era que no tenía mucho tiempo. Así que empezó a hojear las Páginas Amarillas.

En el interior del Hotel Hilton no existe el polvo. Las superficies están pulidas o mullidas, los sonidos llegan siempre amortiguados, los empleados y los huéspedes se desplazan como con patines con ruedas de goma, y hablan en voz baja. Los objetos, desde floreros y ceniceros, hasta los muebles y el decorado, obedecen a tonalidades de colores criteriosamente combinados, con prominencia de materiales modernos, aglomerados tensados, madera pulida, acero también pulido y vidrio, mucho vidrio grueso. Tampoco hay bordes filosos, las mesas y las sillas parecen hechas de una sola pieza. La música funcional, imperceptible a un oído desatento, termina de homogeneizar la variedad de estilos y detalles de diseño. Roberto contempló el amplio hall central que acababa de atravesar bajo la mirada extrañada de todos, desde el interior del ascensor de vidrio que subía como un supositorio en absoluto silencio. En seguida comprobó en el espejo que todo lo que llevaba encima siguiera en su lugar. El ascensor paró con un agudo timbre electrónico, y Roberto pudo sentir en la planta de los pies la velocidad a la que había viajado. La puerta se abrió frente a un ambiente color salmón. El primer paso de sus zapatones de payaso se hundió en diez centímetros de una alfombra espesa que se internaba por un pasillo también tupidamente alfombrado en dirección al murmullo que hace a la distanica mucha gente junta. El maquillaje le picaba, amenazando reactivar su alergia. Debido a los zapatones, a mitad de camino tuvo que continuar de espaldas, como un buzo con patas de rana. Así entró al salón, cruzado de lado a lado por un sinnúmero de guirnaldas colgantes confeccionadas con pequeñas camionetas pick-up de cartón unidas una tras otra. Una promotora muy alta con tacos, un bikini fucsia, un antifaz amarillo y una gorra de visera con la palabra TOYOTA inscripta en la frente, le pidió que sonría y le tomó una fotografía digital.
Un enorme cartel de recibida decía: PARA LA CIUDAD, PARA EL CAMPO Y PARA EL COUNTRY, LAS CAMIONETAS TOYOTA SON LO MEJOR QUE HAY. Al fondo, atrás de un atril había una Hilux Luxury Express real, de acero y chapa, colgada de la pared trompa para abajo, con un cartel que decía: ESTA NOCHE PUEDO SER TUYA. El multitudinario evento estaba animado, todos charlaban, reían y gesticulaban. Como napas invisibles flotando en el aire, las zonas aledañas a las enormes mesas circulares olían a variados perfumes caros de mujer. Un ejército de mozos impecables caminaba velozmente entre los espacios vacíos. En el centro de cada mesa había una vela traslúcida del ancho de una Coca Cola de dos litros, con el confuso logo de TOYOTA aprisionado entre las paredes, e iluminado desde adentro. La mantelería, las copas y los cubiertos eran los mejores.
Siempre marcha atrás, con gran esfuerzo, Roberto se desplazó hasta la mesa que le habían asignado. Entre los comensales no tardó en ubicar a Gardel, quién a su vez lo ignoró o no lo reconoció. Esta vez la iba de Mario Pergolini. Lo que Roberto no alcanzó a distinguir fue si era el Pergolini original, o el de Mi Gran Cuñado Vip. Junto a él reconoció al ex Eva Perón, devenido en una Marilyn Monroe de lo más patética, con los dientes manchados, quien se dio por aludido/a levantando levemente la copa. Roberto buscó un mozo con la mirada. La idea de emborracharse con buen vino, y gratis, lo entusiasmó.

Alguien caracterizado de Osama Bin Laden y ya bastante ebrio subió al atril para darle la bienvenida a los presentes. Confesó que era el Gerente General de la Compañía para Latinoamérica, hizo un típico chiste ridículo de ejecutivo: pidió que nadie se preocupara, que “en la vida real” no era tan malo como “el hombre a quién represento en este momento”, y adelantó que tras el plato principal “como postre después del postre” la Compañía procedería con el sorteo de “esta preciosura aquí colgada”. En ese instante, confundida entre un grupo de mozos con bandejas llenas de rústicos cuencos de barro llenos de camarones con helado de salsa golf, imperceptible para todos menos para Roberto (para quien ciertos rasgos no se olvidaban), entró Su Gimenes, vestida de Pantera Rosa. Era un traje de terciopelo rosa chillón pegado al cuerpo, con una larga cola negra finalizada en ponpón, y unos guantes también negros y de terciopelo que le llegaban más arriba de los codos. Sonriente, simulando exagerados ademanes felinos, la Pantera vino a ocupar el lugar vacante a la izquierda de Roberto, que quedó realmente impresionado, y que ya iba por la cuarta copa de Luigi Bosca. Charlaron, al principio sobre la grilla de programación, lo nuevo de Canal 9, “lo poco que hizo” Tinelli en la última emisión (en referencia a los puntos de rating), y ese tipo de cosas. Siempre que él buscó entrar en terreno personal, ella hizo lo posible por desviarlo. Roberto supo que se estaba enamorando con ese tipo de certezas que sólo se tienen cuando ya no queda tiempo. Con fuerza inusitada creyó que con ella era posible. Intentó calmar los temblores de la Entrada Torrencial de Mundo en él a fuerza de más Luigi Bosca, lomo a la pimienta con papas al natural, y terrina de mousse de chocolate blanco con crocante y salsa caliente de chocolate con leche a la menta. Pero nada de eso fue suficiente. Ella se levantó para ir al baño y él, como pudo, fue tras ella.
- Por favor tranquilizate, estás loco, no te das cuenta de lo que está en juego, vos ni te imaginas lo que puede costarme este estúpido capricho, dejá de preguntar por mí nene, no interesa quién soy, no me jodas- le dijo la Pantera, casi a los gritos, antes de cerrarle la puerta en la cara.
- No te das cuenta que son de una crueldad que no tiene parangón ¿para qué nos juntan si tenemos que ignorarnos?- dijo él desde afuera, con tono desgarrador y la nariz redonda de plástico apoyada sobre la puerta.

Cabizbajo y marcha atrás, Roberto volvió a ocupar su lugar en la mesa. El mozo le explicó que por cuestiones de etiqueta tenía prohibido dejarle la botella, pero él logro convencerlo con amenazas de escándalo. Al atril volvió a subir Bin Laden, mostrando un control remoto que llevaba en la mano. Apuntó hacia sus espaldas y dos pesadas cortinas comenzaron a abrirse, dejando al descubierto una pantalla gigante. El Gerente General explicó que había llegado el tan ansiado momento, se iba a proceder al sorteo aleatorio digital de la Hilux Deluxe Express. De todos los parlantes salieron cinematográficos tonos triunfales de trompetas, el salón enmudeció, todos contuvieron el aliento, Bin Laden apuntó el control remoto nuevamente. La Pantera Rosa apareció en el marco de la puerta, y se dirigía sigilosa hacia la mesa cuando las heterogéneas fotos de los invitados comenzaron a pasar de izquierda a derecha por la pantalla gigante, cada vez más rápido, hasta que Bin Laden volvió a levantar el control y la rueda se detuvo en seco en la foto gigante del payaso Ronald Mc Donald´s. Entonces Laden gritó:
- Este es nuestro ganador señoras y señores, búsquenlo.
Gardel/Pergolini se paró sobre la silla, y se puso a saltar en dirección opuesta a la de su propia panza.
- Acá está, acá está- gritó, y exhalando una larga “hhhhhooooo”, todos los seres representados por los disfraces más insólitos buscaron con la mirada el mismo punto.

Roberto se vio en la pantalla, vio cómo lo veían los demás, y se desmoronó. Era demasiado. Las circunstancias se le estaban yendo de las manos hasta un límite intolerable, de pronto se sintió tan terriblemente acorralado que no pudo hacer otra cosa que intentar correr, pero sus zapatones eran inadecuados para huidas con alfombras, y al tercer tropiezo se fue de fauces al piso, bajo la mirada consternada de la gente, que no entendía lo que pasaba pero que por las dudas sospechaba en esa desesperación una violencia capaz de volverse contra ellos. Roberto ya corría descalzo por el pasillo, perseguido por la Pantera Rosa, que le pedía a gritos que la esperara, llamándolo por lo único que se le ocurría:
- ¡Ronald, Ronald!
Pero Roberto ya se había arrancado la peluca de hilos rojos y las lágrimas le corrían la sonrisa dibujada por el mentón y el cuello. Ella no llegó al ascensor. Tampoco dudó en lanzarse escaleras abajo, con el pompón de la cola negra dando tumbos metro y medio atrás. A la intemperie salió él, y a los pocos segundos ella, que si el pompón no se le enganchaba en la puerta giratoria lo agarraba antes de la cuenta. Roberto aminoró el trote para que ella alcanzara a ver los giros claves en las esquinas del barrio desierto, y de manera tal que terminara alcanzándolo unos cuantos metros antes de llegar a su edificio. Así fue. La puerta de abajo estaba abierta de par en par. Roberto subió por un ascensor y escuchó que la Pantera hacía lo mismo por otro. Caminó por el pasillo despacio, aguantando la llegada del otro ascensor, comenzando a creer que quizá las cosas no estaban tan mal, y el encuentro tan esperado estaba a punto de darse. Pero cuando la Pantera salió aún llevaba puesta la máscara.
- Roberto por favor volvé, pensá bien lo que vas a hacer, entendé que hay cosas que no cambian ¿O también te creíste lo de la camioneta?
Roberto comprendió que se había ilusionado en vano. Con resignación, dispuesto a dejarla, le dio la espalda y se dispuso a meter la llave en la cerradura; al principio con desesperación, después, sin éxito. Entonces, dejándose caer lentamente con ambas manos chirriando por la puerta, ya al borde del llanto, dijo:
- Cambiaron la cerradura-
- Viste, te dije.

Las japonesas

Antes de conocer a las japonesas, antes de dejar entrar el tango, era un hombre lleno de miedos. No me hice temerario, pero ahora al menos escribo. Estaba acorralado. El dolor era un círculo de alambre de púas. Si quería salir, se ponía peor. Entonces me quedaba quieto, como si no hubiera nada más que hacer, que esperar. Ante la adversidad me replegaba y siempre que podía, ahorraba. El chiquitaje era una actitud de vida. Andaba siempre solo, por más personas que tuviera alrededor. La soledad aseguraba una cuota de tormento única, imprescindible para convertirme en la persona única que creía ser. Sentía cierto íntimo orgullo por el maltrato propio, y placer por el ajeno. Creía que continuamente alguien me miraba, y que las cosas estaban bien, o estaban mal.
Así pensaba, y así hablaba. No tengo más que recordar algunas frases dichas en aquella época, cuando todavía la palabra “no” era la estrella indiscutida de mis palabras. Así, cortita y jodida, invisible como un virus. Todo dependía de mí, y yo hacía todo de manera errónea. Después, no sé si es que la memoria me empezó a fallar, o que ya no me interesó registrar lo que pasaba. Habrán sido las drogas, o la obesidad, o los golpes que nos dimos. O las tres cosas (no creí posible engordar tan rápido, la cara, las manos, el abdomen. Tenía los pies como dos horribles empanadas; transpiraba con un olor ácido que impregnaba las camisas hasta tener que tirarlas; una reacción alérgica crónica me hacía estornudar y moquear; se me habían formado hongos bajo las axilas, y en las zonas aledañas a los testículos).
Descubrí el instante, y me fascinó, y quise quedarme en él para siempre. Olvidarme de quién era; desentenderme de mí. Me aturdí (“vas a ver lo que sos, va a terminar como huevos revueltos”, me dijo, sin la mínima ironía, un borrachín uruguayo de ojos vivos, una de aquellas noches de vértigo). Y cuando ya salía, me volví a aturdir. De vuelta al torbellino. Temí volver al gris opaco anterior, a mi viejo cuerpo dividido. Antes que eso preferí seguir aturdido. En pleno trance, bien que mal, el bien y el mal, el cuerpo y la cabeza permanecían juntos, en esa unión particular que crea la confusión. Y la verdad es que después de probar, a sabiendas de lo que implicaba, preferí el monismo del aturdimiento, a una conciencia partida en dos. La claridad podía mostrar cosas inconvenientes a mi frágil economía. No pensé en el suicidio, como me lo sugirieron después. Hoy ya no sé, la autodestrucción se manifiesta de maneras imperceptibles, de tan sutiles. Es una cuestión de plazos ¿Cuánto más voy a durar?
Para ubicar el momento del cambio, necesito ir a cuando recién llegué a Buenos Aires. Es difícil porque si busco cómo o por qué vine tengo que ir más allá, y eso. Pero lo voy a dejar ahí. No la quiero alargar, estoy cansado. Necesito dormir profundamente, y en el último tiempo me es muy difícil. Por ahora va a servir esto.
Una tarde húmeda y gris de verano (el calor era pegajoso) fui a La Boca. El cielo bajo e inmóvil amenazaba caerse en un aguacero. Boca Juniors recibía a Racing Club, así que, al agobio del clima, se sumaba el humo suspendido del chorizo asado, y los hinchas por todos lados, caminando sueltos, con gorros en la cabeza y los ojos marmolados, como si todo les importara un reverendo carajo. Sentí odio profundo y sincero hacia ellos. No digo envidia, porque eso me sigue sonando a cosa de minas. Caminé por el barrio y por Caminito como por cualquier otro lugar, sin prestar atención, con esa impermeabilidad que me sometía al encierro de pensar, y nada más. Estaba en La Boca pero adentro mío, imaginando, dejando que las imágenes pasaran con su inercia blanda. Entonces algo hizo click. Fue un inicio oculto. El click chiquito del perno del gatillo (¿cuántas cosas tuvieron que pasar para que el índice llegué ahí?), que lo único que hace es pegar preciso sobre el culo de la bala, y todo lo demás lo hace la mínima explosión de la pólvora contenida, y el supositorio de plomo va al aire, lanzado a un viaje directo, y desgarra tejidos, agujerea órganos, produce una sucesión de otras explosiones húmedas, y tras una agonía más o menos larga, esa concatenación termina una vida.
Eso que en un tiro empieza con un click, en la muerte de mí, del que yo era, fue un lejano acorde de tango que se abrió camino por Caminito. Parece joda, parece de folleto turístico, pero fue así. Repito, quizá todo empezó antes, pero lo empiezo acá. El tango se abrió camino por Caminito, entre los cuadros y las fotos de la feria de los artesanos. Nada de metáfora. Y llegó a mi percepción atrofiada, dejando la conciencia intacta. Escuché sin saber que escuchaba. El sonido quedó atrapado en la frontera de los sentidos como una mosca en la elasticidad áspera de la telaraña. Se produjo algo adentro, en mi cuerpo, un cambio del que yo no me enteré. De ahí lo extraño. Esa irrupción íntima y a la vez ajena, ni casual ni completamente causal, me llevó a un grupo circular de personas expectantes. Para mí el tango no significaba nada. Me parecía aburrido, una pobre cosa inventada por melancólicos mediocres (ser mediocre era lo peor, porque yo, en mi dolor, me consideraba tan distinto ¡que imbécil!). Una música menor. Regional. Lleno de desprecio, y por eso mismo, misteriosamente, me acerqué a ver. Una pareja bailaba sobre un cuadrado de cemento alisado. Estaban disfrazados de tangueros típicos, ambos, haciéndole el juego barato a una pantomima turística que me dio asco. Aunque me gustó que se reían, y me quedé, aguantando la vergüenza ajena y las ganas de irme. Mirando sin ver. Sintiéndome grande.
Livio manejaba la consola de sonido bajo una carpa de lona improvisada. Tenía una camisa anaranjada de mangas cortas con un papagayo azul dibujado, y anteojos oscuros. El contraste con el negro formal de los bailarines era chocante. No recuerdo cómo empezamos a hablar. Es probable que la iniciativa fuera suya. Le seguí el hilo porque lo vi cansado. Que él también estuviera harto me dio ánimos. No soportaba ninguna forma de éxito o felicidad en los demás. Sólo podía sostener relaciones con fracasados y pusilánimes, a los que, lógicamente, evitaba, o trababa con crueldad (no voy a entrar en lo que era para mí un fracasado). Era mi alimento. El puente de conexión inicial con él fue el dolor. Aunque no voy a ser negativo, justo ahora, que llega el color y la vida a este relato (también su inteligibilidad, para muchos). Ahí, otra de mis usuales prácticas crueles: escribía entrecortado, incompleto, lleno de faltas claves. Cada frase decía, “se te cagás me vas a entender”.
Vuelvo a La Boca. En realidad, también nos unió la solidaridad. Livio era el representante del espectáculo. Cuando los bailarines se habían ido, todavía tenía que desmontar y guardar los artilugios escenográficos. El equipo de audio, la mesa y las sillas del improvisado escenario, la enorme tela pintada que simulaba un conventillo, una mediasombra para el público. Lo vi cargando la camioneta solo, y le di una mano y me invitó a tomar una cerveza, que finalmente, en lo que viví como un extraño rapto de audacia, acepté. En algún lugar de mí la transformación había comenzado, sin que yo me diera cuenta. Hablamos de tango. Mi ignorancia lo sorprendió, dijo que no sabía lo que me perdía (íntimamente, la frase me causó gracia, si vos supieras Livio querido, lo perdido que estaba todo para mí), y pretendía que lo acompañe ese mismo domingo a una milonga. Pero mañana es lunes, le dije. Me miró sin entender. No puede ser, le expliqué. A las 9 me esperaba el escritorio del banco, el menú del día en Las Violetas a las 13:30, el 39 de vuelta a casa a las 19. Mi vida era un almanaque sin espacios vacíos. Lo saludé, quizá algo precipitadamente, olvidando que habíamos convenido cruzar los teléfonos.
Pasaron meses, por lo menos cinco o seis, porque el encuentro siguiente fue una fría noche en la puerta de La Giralda, sobre Corrientes. Sorpresivamente, reconocerlo me agradó. No me gustaban los encuentros casuales, fuera con quien fuera. Me ponían incómodo, se encendía una cuenta regresiva que veía correr mientras asentía y sonreía, sin escuchar, ansioso por irme. Tomamos otra cerveza y terminé accediendo a acompañarlo a una milonga. Para mí, milonga no significaba otra cosa que unos viejos decrépitos bailando, aburridos, duros como cartones, esa música cuadrada y lamentosa. Bajamos a un subsuelo de la calle Armenia. Lo que encontré fue mejor de lo que imaginaba, admito. Un amplio salón y gente alegre, de lo más variada, bailando. Livio desapareció con una compañera entre los remolinos de la pista, y yo me senté en una mesa a mirar. Ahí si, adentro de mí, sentí que algo había pasado. Estaba en el camino de entrada. ¿Era el único ajeno a esto? Pensarlo así me dejó creer que era el primero en descubrirlo ¡Qué iluso! Igualmente, ese no fue mi ingreso al tango sino a la franja exterior de su mundo, al difuso entorno que nutre con su latido. Entrar fue un proceso costoso. Imposible sin las japonesas. El tango es un canto y un baile unidos por una disciplina. O al menos así me lo tomé al principio. Una técnica impuesta por la cercanía de los cuerpos. A bailar tan junto a otro, solo se aprende. El tango no da changuí. Pero así hablo ahora. En aquel entonces estaba afuera. La milonga todavía era un lugar para mirar, y en contadas ocasiones, para intercambiar fuego o cigarrillos con la mesa de al lado. Empecé a ir. Al principio forzándome a salir de casa, tras la intuición de que me haría bien. Después sin saberlo, sin importarme lo que pudiera pasar al día siguiente. Y empecé a salir al salón. Era un piso de madera, pero como de hielo. Con la fuerza de voluntad con la que persistía en mi encierro, logré los primeros pasos, y poco a poco la tensión fue desapareciendo. Con la lentitud invisible con que madura un fruto aprendí a dejarme atravesar por la música, y a dejarme llevar, y a llevar a una mujer. Ellas dejaron de evitarme (me ofuscaba, las hacía pasar momentos horribles, temas enteros, el cuello duro y resoplando, creía que nada me salía bien, y nada me salía bien). Seguramente les resultaba atractivo, hasta que bailábamos (o intentábamos hacerlo). Al tiempo descubrí la ruta. La comunidad tanguera de Buenos Aires se amalgamaba tras el silencioso mandato de migrar a lo largo de la noche, y de las noches. Los martes era La Ideal. Al poco percibí que no éramos tantos. Las caras se repetían. Empecé a reconocer los cuerpos y los estilos. Las maneras de bailar eran una identidad.
Hablé de tango porque sin él no se entendería nada de las japonesas.
A Iuka me la presentó Maiumi, y a Maiumi Livio, la noche de un miércoles que ya venía rarísimo en La Estrella. Yo ya las tenía vistas. Yo creía estar adentro. Uno desconoce sus propios límites. No imagina hasta qué punto el mundo es lo que uno le permite ser. El mundo es una suma de concesiones. De ellas había escuchado lo que se decía. No lo pude confirmar porque nunca terminé de estar seguro de lo que hablaban. Nuestra lengua en común fue el tango (y el tango es ambiguo). Ninguno de los tres conocía el inglés. Como sea, se decía que eran de Japón, y que estaban hacía dos, tal vez tres años bailando tango en Buenos Aires. Y que tenían una cantidad inagotable de extraños billetes japoneses y de dólares norteamericanos. La sonrisa era su estado de ánimo natural. Eran dos criaturas conectadas entre sí por líneas invisibles. Maiumi tenía las nalgas gruesas como brazos y brazos muy finos y muy largos. Iuka no parecía del mismo lugar, era corta y ancha, con dos cachetes carnosos por los que corrían enormes lágrimas, cuando reía. Nunca las vi llorar de tristeza. Entendí la fascinación por lo exótico. Supe que eso está muy adentro del hombre. Jamas bailaban las dos. La que quedaba miraba los pasos de la otra sin perder el mínimo detalle, y en el clímax del tema se paraba a aplaudir, absolutamente compenetrada con su compañera, gritando palabras que nadie entendía. Estaban solas. Eran dos seres extraños a Buenos Aires, y era evidente que no les interesaba pertenecer a ella. En cuanto a mí, todavía no sé si hice bien en intentar ser parte de ellas. De su mundo. Se necesita un gran valor para soltarse. Ir a la deriva consume todas las fuerzas. Lo imprevisible es intolerable.
Aquel miércoles compartimos una mesa y fue la última vez en muchos meses que el sol me tocó la piel. Abandoné definitivamente los horarios del banco. Perdí aquel orden para entrar en otro, más vertiginoso. No recuerdo bien. No recuerdo una secuencia. El resto son imágenes y olores. Bailé con una y con otra, una y otra vez, en espacios llenos de gente a la que ignorábamos. Nos disfrazamos. Pedimos tragos al azar. Tomamos taxis en medio de carcajadas y palabras entrecortadas. Nos inyectamos con jeringas finas como lapiceras líquidos viscosos que llegaban en pequeñas encomiendas que ellas abrían con desesperación y ojos brillosos. Despertamos siempre al atardecer, desnudos y transpirados los tres en una cama, o en el piso alfombrado, o sobre los azulejos del baño de un hotel lujoso. También sé que viví unas semanas en Montevideo, de donde me trajeron hasta acá, en el camarote de un barco. Vine atado a una cama de acero inoxidable, en un cuarto blanco que olía a desinfectante y que tenía dos ventanas circulares. Eso sé.

Gloria de noche

Hace unos días me desperté en medio de la noche y Gloria mi mujer era un gato pardo. Es un sobresalto al que no termino de acostumbrarme, como a ese susto por la pequeña explosión del fósforo en la estufa de gas del living.

El animal tiene el mismo tamaño que mi mujer. Quizá sea una gata, todavía no intenté averiguarlo. Tampoco sé si en caso de animarme sabría distinguirlo. Irracionalmente, creo que el hecho de que sea hembra me tranquilizaría. La primera vez no pude contener un grito de terror. Ahora cuando trabajosamente mi mente llega al estado de vigilia el corazón bombea sangre con furor y mis manos transpiran de inmediato, pero logro parar el grito. Mi cuerpo absorbe la impresión como un pararrayos. Odiaría despertarla.

Aquella noche, en ese estado de confusión que no es la conciencia ni el sueño profundo me di vuelta para abrazarla y mi mano y mi brazo sintieron su pelaje suave. Ella también duerme, respira tranquilamente y cada tanto se despereza estirando las patas. El ronquido suave que siempre tuvo Gloria es ahora un ronroneo acompasado, sensual, un poco lascivo. La panza es de un pelaje más claro y aún mas suave. Lo que impresiona realmente es el tamaño. Es un gato de más de 60 kilogramos. En cuanto al resto es un gato como cualquiera que pueda verse en la vidriera de una librería elegante. Las sábanas y las frazadas le dan calor, así que el bicho duerme destapado.

La otra noche se levantó y caminó a lo lardo del pasillo frotándose el lomo contra la pared y arqueando su cuerpo en ángulo agudo. Se detuvo frente a la puerta del baño y se quedó ahí dudando unos minutos hasta que continuó su delicado andar hasta la puerta de salida al patio trasero. Maulló y se rascó el cuello contra el picaporte hasta que le abrí. Me senté en el sillón del hogar hasta que pidió entrar. Por pudor o por falta de valor no miró lo que hizo ahí afuera.

Desistí de mencionar el tema. Primero Gloria creyó que le jugaba una broma y después demostró fastidio frente a mis reiteradas preguntas. No recordaba haber caminado en cuatro patas hasta el patio. El sentido común me arrastró a no mencionarlo en la oficina. Enrique, mi mejor amigo, me pidió que lo llame si seguía así de alterado. Dice que mis alucinaciones pueden deberse a la falta de sueño. Todos me piden fotos, y yo sé que eso es imposible.

Antes de ayer el animal frotó su lomo contra la puerta de la heladera. Le serví medio litro de leche en una olla y me siguió hasta una de las sillas de la mesa. No me puedo sacar de la cabezal la imagen. El bicho lamiendo su leche con una pata trasera cruzada sobre la otra y la luz de la luna proyectando su sobra sobre la pared del living.

La isla

Más allá de la playa de piedras bochas hay un arroyo de agua lechosa. Clara no está segura de que sea agua. Dice que es como leche pero menos blanca. Parece más bien un suero lácteo. Al principio no se animaron a tomarla, hasta que no les quedó otra. Si es agua, es muy turbia. Y al tenerla en la boca es efervescente, con unas burbujas más chicas que las de soda, más chicas que puntas de aguja, se las siente bajar por la garganta hasta el centro de la panza. El burbujeo dura unos segundos antes de desvanecerse.

Hacia arriba por el arrollo el sendero se hace más angosto y más trabado, hasta casi desaparecer. Ella y Bruno igual siguieron, atraídos por un ruido que a medida que subían se convirtió en un estruendo. Lo mismo que el sendero el curso de agua, o de lo que sea ese líquido lechoso, se fue convirtiendo en un hilo débil apenas visible. Con evidente asombro, Bruno anotó está contradicción en su cuaderno: más estruendo pero menos agua.

Clara pidió acompañar a Bruno después de saber que fue él quien dejó su reloj dorado sobre un tronco, a la vista, mientras ella dormía. Ella lo había perdido, se le había caído en la arena, poco después de llegar. Él lo encontró casualmente, lo pateó una mañana. Es el único reloj que funciona. Extrañamente, los demás se detuvieron a la misma hora.

Tuvieron que rodear un morro sobre el que Bruno dice haber visto una antena de telefonía celular. Al otro lado se toparon con un inmenso anfiteatro natural, cubierto de helechos grandes como palmeras y abajo, al pie, una laguna verde esmeralda, un verde muy intenso, muy nítido, que parece iluminado desde abajo. Sobre un costado de la laguna hay una cascada que cae al vació desde la cima del anfiteatro, doscientos o trescientos metros más arriba. La cascada es gruesa como un colectivo. Atrás del chorro, siguiendo la forma cóncava y semicircular de la pared de granito, una pantalla digital, como si fuera un televisor gigante empotrado en la muralla, muestra imágenes de gaviotas volando sobre la bahía de un pueblo de pescadores, que podría ser en la costa del Mediterráneo, o en el sur de Chile.

El agua que se despeña no es lechosa sino cristalina. Tampoco encontraron un río que salga de la laguna. Si bien no dieron toda la vuelta para comprobarlo, Bruno cree que el desagüe es subterráneo.

Otra extrañeza anotada por Bruno con la que Clara coincide, es que al estrellarse contra la laguna el agua de la cascada no hace espuma ni borbotones. Parece deslizarse en cámara lenta, como si pesara menos de lo usual o como si estuviera entubada por un caño perfectamente transparente. El estruendo tampoco parece venir de la cascada sino del costado oriental de la laguna. Bruno insiste con que en un momento el sonido se detuvo por completo, como si alguien hubiera desenchufado el equipo generador del sonido. Con desdén, Clara le dijo a los demás que teme que Bruno se haya vuelto loco.

Por la playa en dirección sur Osvaldo y el grupo de chicos canadienses caminaron dos días hasta toparse con una villa habitada por una raza o un tipo de seres que ninguno de ellos había visto antes. Dudaron si considerarlos aborígenes o simios. Tienen las articulaciones muy inflamadas (las rodillas, los codos y los nudillos son grandes como pelotas de fútbol, de tenis y de golf respectivamente) y la piel no parece estar adherida al cuerpo, sino suelta. Por atrás de los ojos, chatos como monedas, pasan ráfagas de imágenes fosforescentes. Los llamamos rosarios.

Osvaldo y los canadienses creen que las viviendas, dispuestas en forma de S (envolviendo un gran fogón en una de las curvas, y un palo alto en la otra) no fueron construidas por sus actuales habitantes. Las puertas, las ventanas y las habitaciones parecen haber sido pensadas para albergar a seres mucho más grandes. No lograron comunicarse salvo con una mujer que los chistó en uno de los pasillos, por el que caminaban seguidos por una horda de la tribu.

En francés (que sólo entendieron los canadienses) la mujer les dijo que es prisionera de los rosarios y que junto a ella hay otros humanos que son obligados a prostituirse. Extrañamente los rosarios no hicieron nada para impedir que la mujer hable, ni la mujer expresó temor alguno. Resignada, se limitó a describir la estancia en la que dice dormir hacinada junto a otras 20 mujeres. El salón del prostíbulo, por el contrario, es suntuoso, con sillones de terciopelo violeta y candelabros de plata. Ella tampoco sabe cómo llegó a la isla. Ni las demás prisioneras.

En los pasillos de la villa rosarina Osvaldo vio por primera vez los cocos voladores que hoy forman una franja a lo largo de la costa. Uno al lado del otro, los cocos (o lo que sea) flotan a unos 20 metros del mar. Son como globos pero de un material similar a la madera. Durante una tarde entera los canadienses intentaron abrir uno que al parecer se cayó y apareció subiendo y bajando junto a la espuma de las olas. Lo tiraron contra la pared de la montaña, le pegaron con piedras filosas, lo metieron en el fuego, sin éxito.

Ayer vimos acercarse una canoa hecha con cañas forradas con el cuero de una cebra o de un tigre grande desteñido. El único remador dijo ser vendedor de sal. Y efectivamente traía la tan ansiada sal. Debimos parecerle gente desesperada. Se le preparó un agasajo improvisado, con brotes de caña y hojas de nalca, y se lo rodeó para escuchar lo que tenía para decir.

Al poco de empezar el hombre se embriagó con el néctar de aloe vera que aprendió a preparar Bruno, y dijo cosas de las que después se arrepintió o simuló arrepentirse. Cayó en contradicciones tontas. Al principio dijo llamarse Estanislao, pero durante el viaje narcótico del aloe mencionó otro nombre, que sonó más lugareño, algo como Talbó, o Targó. Dijo que, como nosotros, ninguno de los hombres de la isla sabe cómo llegó y que el resto de las cosas no humanas no tienen vida como parece sino que funcionan por una carga eléctrica sin cables que mantiene encendido y en permanente almacenamiento el sistema electrónico que los mueve.

La apariencia de vida es casi perfecta, pero falsa. Los hombres fuimos traídos para animar el juego. Debemos asentarnos, colonizar el lugar, hacerlo nuestro. El diseñador del juego busca que olvidemos lo anterior, el origen, la llegada, lo exótico que nos pareció el paisaje. Los hombres formarán familias, hasta el día que el juego empiece y los jugadores se dispongan. Quiénes son. Nadie los conoce.

Sólo se sabe que su control es parcial, porque para eso fueron introducidos los hombres en esta isla, para quedar afuera del control y darle al juego la pizca de imprevistos y azares que todo juego necesita. Los jugadores mantienen bajo control todo lo demás, aquellos seres no humanos con apariencia de vida. Los humanos estamos para defender lo que creamos nuestro. Para revelarnos.

domingo, septiembre 04, 2005

En el fondo

Estábamos en el centro del Titikaka, entre Bolivia y Perú, a más de 3 mil metros sobre el nivel del mar. Flotábamos apaciblemente en el bote de madera del encargado del camping. En aquel momento (a poco de partir) creí que estábamos en el centro, pero ahora -ahorita como dice el chileno-, estamos en el centro. A menos metros sobre el nivel del mar. Muchos menos metros.

En el centro propiamente dicho, no en la superficie del lago. O tal vez en el fondo. Ya no flotamos. El silencio nos oprime hasta hacerse insoportable. Si hablamos, el eco dura horas, y durante horas rebota una y otra vez como un castigo. Sobre nuestras cabezas hay kilómetros de hielo de agua dulce. Me pregunto si en la superficie sabrán algo de lo que nos pasó. Quizá lo del hielo es acá abajo nada más.

Estamos inmóviles, lo sé, y aún así a veces tengo la sensación de hamacarnos. Parece que nos moviéramos con el vaivén de las olas del lago.

Aquella noche, hace cuánto, dos o tres meses, el oxígeno escaseaba. Aún no nos habíamos acostumbrado completamente a la altura, como la mayor parte de los turistas, y jadeábamos con esfuerzo. De los cinco que quedamos, soy el que mejor está. El resto me mira con ojos enfermos y con cierta envidia porque no dejo de escribir. Soy el único que mantiene la esperanza de salir vivo. Ellos lo creen, yo los dejo creer.

El chileno Bernard tiene los dientes de adelante salpicados de caries y el pelo lacio y grueso como cuerdas de guitarra. Es hombre humilde, de pocas palabras. Pasó su infancia en Temuco, según me contó. Parece haber envejecido años, y cada día más. Ya ni habla. La cara se le puso azul como el hielo que nos rodea. De pronto todo fue azul. Y los brillos fueron azulinos. Esto me hace acordar a cuando me fisuré el tobillo y colgué de la ventana de mi cuarto la placa radiográfica. Estuve un mes y medio con la pata colgada para arriba mirando a través de aquella película azul pálido.

El francés (no me acuerdo el nombre porque desde que salimos del embarcadero lo llamamos “el francés”, un poco despectivamente. Quiso demostrar su habilidad con el cigarrillo frente a las mujeres y se quemó una mano) está absolutamente ido. Habla solo, en voz muy baja. Se nota que es un tipo refinado, uno de esos jóvenes burgueses malcriados por la madre. Es el más débil.

Taña, la brasilera hermosa, monumental y algo tonta, apenas se mueve. Está tirada sobre la campera de Bernard (él la desea con todas sus fuerzas. Si no estuviéramos los demás, y considerando la situación, la habría violentado). Parece una princesa africana tallada en bajorrelieve.

El otro argentino, el que insistió con lo de agarrar el bote y lo de la marihuana, se queja; del frío, del hambre, de la puta suerte que tuvimos.

Y yo. Desconozco los detalles de mi aspecto, aunque intuyo la barba crecida en el reflejo del hielo.

Nos vimos los cinco por primera vez en el colectivo, camino a Cochabamba. Reconozco que fue Bernard el más valeroso (lamentablemente esa actitud parece haber quedado flotando en la superficie). Probablemente los cinco nos hayamos conocido gracias a él. Se acercó a la brasilera con una seguridad que jamás hubiera imaginado en un chileno. Se puso a hablarle animadamente. La belleza, la belleza de las mujeres, me deja mudo; y desde el principio la de Taña lo hizo con especial intensidad. Ahora ya no. Estamos en una situación grupal tensa. Extrañamente la disfruto. Me siento lúcido.

Al bajarnos en la terminal el francés no vino al camping como el resto. Debe haber ido a un hotel. Cuando se lo pregunté ayer (por escrito. Ya no hablamos), como una excusa para iniciar el diálogo, me miró con mala cara. Creo que, junto a la brasilera, me creen el principal responsable de lo que pasó. Aún cuando fue el otro argentino quien insistió en salir.

Debí omitir lo de Machu Pichu. No deja de impresionarme lo sugestivos que se ponen los viajeros, en especial los gringos, con el camino del inca ese. La transformación empieza ya en Cuzco. Les entra lo místico. Ni los espíritus más incrédulos ni los más fuerte nihilistas, médicos, abogados, informáticos, nadie soporta la sugestión patética de ese entorno. Las cosa grave incaica se les mete en los huesos como la humedad.

El argentino llegó al fogón con la idea de desconectar el cable que alimentaba el foco que el viento movía en círculos sobre el embarcadero. Era una estupidez. Pero el bichito de la travesura infantil prendió. Las llamas iluminaron la sonrisa blanca de Taña. Agarramos las botellas y nos movimos sigilosamente. El francés ahogó una puteada cuando en el último paso para empujar el bote metió el pie en el agua. Ahora sufre las consecuencias. Si salimos de esta ya no lo recupera. Es parte del hielo.

El lago era un espejo. Bernard y yo nos turnamos para remar mientras el otro argentino armaba el porro. Es difícil calcularlo en tiempo, habrá pasado una hora, hora y media. Nos habíamos quedado en absoluto silencio, viendo las luces de la costa. Los vehículos eran un punto amarillo que subía el cerro en zigzag. A la deriva, el bote giraba lentamente. Me acuerdo de ver entrar la luna por la izquierda de mi campo visual, recorrerlo en un semicírculo, hasta desaparecer por el otro lado.

El crujido nació del bote, estoy seguro de eso. El centro fuimos nosotros, o esa embarcación robada, o lo que alguno de nosotros estuviera pensando en ese instante. Fue eso, un crujido bestial, como el de un árbol que se quiebra. El círculo de hielo salió disparado desde el bote hacia la costa, expandiéndose como el hongo de una bomba atómica. Vimos alejarse el azul celeste sobre el negro del agua, con violentos sonidos de resquebrajamiento. Aprisionado, el bote dejó de flotar, hasta que la grieta se abrió y lentamente nos deslizarnos por una rampa brillante apenas inclinada. Me parece estar viendo el momento exacto en el que superamos la línea de superficie. Pude ver el lago como una placa.

A la izquierda de la rampa, el abismo impenetrable; a la derecha, la pared de hielo, o mejor dicho, el lago mismo convertido en un bloque de hielo monumental. Los animales habían quedado inmovilizados también, en un rictus. Los peces detenidos en una contorsión. Nos deslizamos a paso de hombre. El otro argentino se bajó, corrió adelante del bote unos metros y lo enfrentó con la esperanza de detenerlo. Alguien o algo había tallado esa inclinación. Quien haya sido, su cálculo fue perfecto. En cuanto la velocidad de desplazamiento aumentaba inmediatamente la inclinación disminuía y el bote recuperaba su tranquilo descenso. Habíamos perdido toda referencia. Después de un tiempo supimos que bajábamos por la sensación membranosa en los oídos. En un intento por hacerla callar, todos a nuestro turno golpeamos con saña a la brasilera.

Desconozco el tiempo que duró el lento derrape. En el transcurso el bote se astilló y escamas de hielo empezaron a entrar por un agujero que se formó en el fondo. Ya no pudimos hablar. El eco de cada palabra (rebotaban como balas) se hizo eterno. Sólo podemos susurrar. Como una cicatriz, arriba nuestro el hielo... el lago, se cerró completamente. La luz apenas llega, brumosa.

El único que sabe de la piedra en mi bolsillo es Bernard. Debe sospechar algo. Estuvo a punto de caerse, el otro día al sacar la lapicera del bolsillo, y no pude evitar ser brusco. Quise hacerme el distraído pero cuando levanté la mirada ahí estaba la suya esperando. Yo mismo empecé a sospechar hace poco. El otro argentino también me mira raro. Quizá ya lo hablaron entre ellos. Me cuesta creer que es la piedra, y al mismo tiempo no se me ocurre otra cosa. Si pudiera elegir, a pesar de las advertencias de los carteles, la volvería a agarrar. No voy a decir que tiene algo especial. Sé que quedaría bien agrandar o embellecer esta historia patética con algún detalle inverosímil. Podría insistir con su textura afelpada y su peso descomunal, como para retomar una tradición literaria. Pero es suficiente con los hechos. Prefiero remitirme a lo que es, una piedra común, un pedazo de magma que levanté un frío atardecer en Machu Pichu.

El rengo Suárez

Antes del ridículo accidente que lo volvió a bautizar, al Rengo le decían El Piti. Su verdadero nombre era Carlos Suárez. Las mujeres del grupo lo lamentaron, porque El Piti era un tipo atractivo, el soltero más codiciado, dispuesto siempre a tratarlas con caballerosidad, a inspirar aire y a exclamar qué lindo día hace hoy.

Al Rengo el accidente le arruinó el andar y el ánimo. Seco de toda vivacidad, quedó arrugado y amargo como la almendra de un carozo. Una eléctrica paranoia lo consumió de a poco. La idea de que el amigo ausente, el conductor del Ford podría haber frenado o doblado antes del golpe lo desbordó, y como una gangrena que avanza sobre los tejidos sanos, la manía persecutoria se apoderó de sus pensamientos cada vez más atormentados.

Entre la bruma y los colores que no alcazaba a percibir con claridad, el Rengo comenzó a creer que un observador omnipresente manejaba con sádico placer su mala fortuna. Una matriz o una deidad que tiraba de los hilos que lo llevaron a salir del bar Canadian de la calle Malabia en ese instante mil veces reconstruido, un crujido en el que la marcha de su vida se detuvo, y volvió a arrancar con otro curso. Esta vez directo al abismo.

El otro actor de la fatalidad, el conductor, el más íntimo y el último de los amigos en desistir del intento grupal por rescatar al Rengo de su caída libre. Gustavo Morales colaboró a la hinchazón del mito con los pormenores de su llegada tarde, el llamado a último momento de su anciana madre, los cientos de vagones de carga del tren que no paraba de pasar, el semáforo descompuesto de Las Heras y Coronel Díaz.

Sus amigos se alejaron del Rengo con cautela, poniendo excusas cada vez más grotescas, cansados de escuchar las obsesivas versiones del hecho y temerosos ante sus repentinos arranques de violencia. Una vez rompió la vidriera de una mercería y terminó con un nervio de la mano cortado. Ahora también manco, decía después con sorna. Como resultado perdió por completo la movilidad del pulgar.

Al Rengo le pareció una traición concertada. Les había contado su sueño recurrente, les había entregado lo único que le quedaba para aferrarse a la sucesión de los días. Ahí, en el instante anterior al impacto, alcanza a ver el interior del Ford. Aterrorizado descubre que el conductor es él mismo, lúcido, consciente de hasta qué punto podría haber evitado su propio arrollamiento.

En absoluta soledad, terminó por abandonarse y los amigos dejaron de verlo. Varios años después Ángel, el portero del club al que iban a nadar cada semana, dijo haberlo visto en Concordia, Entre Ríos. El testimonio coincidió con la charla que Gustavo Morales tuvo con Adela Suárez, hermana del Rengo, durante un fugaz encuentro en el Carrefour de San Martín. Ella mencionó lo de la recolección de naranjas y el retiro en una quinta junto al río, mientras a Gustavo le era imposible retener imágenes de aquella ciudad, nostálgico escenario de su feliz infancia entrerriana.

No hizo la conexión hasta que empezaron las pesadillas que a esa altura él sólo podía relacionar con el estrés generado por el grave estado de su madre y con las heridas que lo habían llevado a alejarse de ella tantos años atrás. Ahora todo eran remordimientos. Recibió el extraño llamado, pero cuando llegó a Concordia ya era tarde.

Una mujer morena que se le acercó hacia el final del funeral le informó que durante los últimos años había sido la empleada encargada de atender a la anciana del ataúd. Atormentado, Gustavo sintió que le hablaban desde el interior de un baño lleno de vapor. No lograba reconocer nada propio en el cadáver, ni podía sacar los ojos de él. Cuando volvió en sí, la mujer había desaparecido.

La pesadilla era la misma de aquellas primeras veces: el Rengo Suárez se acercaba silbando por la derecha, la maniobra brusca, sus manos sobre el volante, la fachada del Canadian iluminada como un relámpago, e instantes antes del impacto la palabra “batkra” lanzada sobre el parabrisas como una explosión. Se despertó empapado. El olor barato a desodorante de ambientes del hotel le produjo arcadas. Insomne, salió a la calle. Deambuló durante horas, dejándose llevar por rincones de Concordia que creía reconocer, y que le generaban una dolorosa mezcla de sentimientos.

Mucho después recordó que su objetivo original era el café. Los primeros claros del amanecer llenaban de relieves el contorno de los edificios. No supo explicar cómo ni por qué terminó entrando en el cyber. Casi todas las máquinas estaban libres. Apoyó ambas manos sobre el teclado durante un buen rato. Recuerda detalles del protector de pantalla. Era un mar turquesa sobre la derecha, y al fondo de la amplia medialuna blanca formada por la playa, tres rectas palmeras.

Lenta y automáticamente, como un zombi cuyos dedos estuvieran llenos de mercurio, escribió la palabra “batkra” en la ventana del Google. El único resultado lo llevó a la página de un extraño periódico, escrito en cuatro idiomas, dos de ellos irreconocibles. Era una noticia de policiales.

MISTERIOSA MUERTE EN CONCORDIA

Investigan si mataron a una anciana para vaciar sus cuentas

Están detenidos una empleada doméstica y su pareja. Según el fiscal, sacaron casi 600.000 pesos de una cuenta y siguieron cobrando una pensión y un alquiler. Y sospechan que pueden haberla matado.

Un dato fue determinante para descubrir la misteriosa muerte de una mujer en Concordia. Vivía sola en una casa señorial del centro y la falta de mantenimiento del jardín alertó a los vecinos.

Después de varios meses la Policía encontró el cuerpo sepultado en el cementerio municipal debajo de una lápida con el nombre de un hombre. Ahora la Justicia investiga si fue asesinada por una ex empleada y su pareja para vengarse del hijo y quedarse con una pensión, el producto de un alquiler y casi 600.000 pesos en ahorros.

Según la investigación, Sara Ethel Guevara de Morales, de 67 años, murió en agosto y fue sepultada por la mujer que la ayudaba en las tareas domésticas en un trámite casi secreto. La viuda vivía en la casa desde hace más de 40 años. Su marido —un reconocido abogado entrerriano— murió cinco años antes y desde entonces la mujer quedó sola. Tenía un hijo en Buenos Aires –también abogado- con el que estaban fuertemente enemistados, y apenas mantenía trato con algunas ex compañeras docentes. A mediados del año pasado una empleada de su confianza se jubiló y su nuera heredó el puesto. La nueva enseguida ganó la confianza de Morales. La viuda siempre se preocupó por cuidar el jardín, por eso resultó sospechoso que las plantas del frente comenzaran a tapar la entrada.

Amigas de la mujer "se cansaron de llamar por teléfono" para saludarla en su cumpleaños, pero nadie contestó sus llamadas. El aparente abandono de la casa y la extraña ausencia comenzaron a presagiar lo peor. Un vecino no identificado de Morales presentó en la comisaría 1ª de Concordia una denuncia por desaparición.

La Policía revisó el chalé de la viuda para encontrar alguna pista. No faltaban electrodomésticos y todo estaba en su lugar. En el fondo, dos gatos —de los cuatro que cuidaba— estaban muertos. Aparentemente todo estaba en orden. Lo único que llamó la atención de los oficiales fue una pintada en la pared medianera, con la extraña inscripción “batkra”.
Los procedimientos siguieron en el cementerio municipal. Allí exhumaron los restos de Morales, que habían sido sepultados el 12 de diciembre, pero en la lápida había un nombre masculino: Carlos Suárez.

lunes, noviembre 17, 2003

Cuento corto

Querida Adriana


Disculpame que no te respondí antes, pero estuve preocupadísima con todo lo que está pasando con Cristian. Me pedías que te cuente de mi vida, y creo que llegó la hora. Tenés razón, lo del correo electrónico es fantástico. No me queda claro cómo te enteraste, supongo que habrás leído algo por Internet ¡No me digas que salió en los diarios de allá! Siento mucha vergüenza. Según lo que me decís, Cristian nació cuando todavía estabas en Argentina, si, lo que pasa es que no comenté mucho mi embarazo. Hoy tiene 10 años. Escribo y se me hace un nudo en la garganta. La verdad es que hoy por hoy no sé si está vivo. Le ruego a Dios que si. Estoy desesperada Adriana. Lo busca medio mundo, en especial la policía ¿podés creer? Los de Missing Children se negaron a aceptar su legajo, dicen que no está perdido sino prófugo ¡Te parece! ¡Tiene diez años!

Te lo digo porque sos doctora y sé que vas a entender. Cristián nació con una malformación congénita diagnosticada al año de vida. En vez de uno tenía dos uréteres, de los cuales uno no cumplía ninguna función y el organismo lo tomó como un cuerpo extraño que le produjo infecciones continuamente. Lo internaron muchas veces para hacerle estudios por la vejiga con muchísimo dolor y sangre. Era horrible. Llegó un momento en que le habían dado tantos pinchazos que el pobre ya no tenía venas. Le salieron moretones por todos lados. No había antibiótico que le hiciera efecto. Al año y siete meses lo operaron y le sacaron el riñón. Como consecuencia se le formó una hernia inguinal, por lo que al año y medio lo volvieron a operar. Los doctores lo tuvieron que agarrar por la fuerza del terror que sentía. En cuanto despertó de la anestesia tenía una sonrisa muy rara.

Ya en esa época empezaron los problemas con Carlos. También nos peleamos con los médicos. Estábamos muy alterados. A Carlos lo tomó una gran depresión. La culpa le cayó como una daga afilada. Te acordarás del escándalo que se armó cuando decidimos casarnos. Poco después te dejé de ver. Nos tuvimos que venir a Rosario. Acá hay un montón de primos que se cazan, viene a ser algo normal. Cristian empezó a tener problemas de “conducta y aprendizaje”. Lo echaron de todas las escuelas a las que lo llevamos. Son unos insensibles. Es cierto que tenía otra velocidad, no sé por qué, no es que le faltara capacidad, se negaba a aprender a escribir, pero ¿qué le vas a hacer?

De estar sentado no quiere saber nada. Él quiere cambiar, estoy segura, no es que no, pero no puede, o no sabe cómo. Su manera de relacionarse es moletar. La única forma que encuentra es sacarte de quicio. Primero te investiga, ahí es un angel, después te pone a prueba. La maestra salió llorando del aula algunas veces. Pero escuchame ¿no entiende que es un chico nada más? Dice que en el último episodio Cristian le pegó una trompada en el estómago. No niego que es absorbente. Te chupa. No soporta que mires a otro, y si el otro es nene peor. No puede haber terceros, tiene que ser si o si el centro de atención. Es especialista en tomarte el tiempo y en buscarte el punto justo. Está siempre muy atento a si lo quieren o no.

Si, es un chico raro. A veces me da la impresión de que busca que le peguen, como si pidiera que lo castigaran, y si no lo logra llora. O saca su pito y lo muestra y le dice a todos “miren quién vino”. Se hace echar. Desde que era un bebe nunca se llevaba nada bien con sus hermanos. Entraba en las habitaciones y les arrancaba los pelos, les hacía pasar vergüenza con sus amigos, como me la hace pasar a mí ahora. Hace pis en cualquier parte de la casa, pero especialmente en el estudio donde Carlos tiene la guitarra y la batería. Simula orgasmos. Dice que es travesti y que va a tener novios. Te destruye psicológicamente. Por ejemplo, viene a la habitación diez veces, te mira, pone carita de gozador, te guiña un ojo y se va, y vuelve, así hasta que no aguantás más. Te saca. Es cierto, dan ganas de matarlo a veces.

Por fin habíamos logrado meterlo en una escuela privada, carísima pero bueno, y en nuestro mismo barrio, cuando empezaron los problemas con la chiquita esta Catalina. Un día estaba en el supermercado y se acercó la madre a decirme que Cristian le había pegado. Esa fue la primera, estaba bastante tranquila, se presentó, muy amable. Hasta que la semana pasada vinieron los dos, con el marido, muy nerviosos. Carlos reaccionó mal y los echó. Al otro día tuvimos que ir a la escuela. El director insistió en que teníamos que mandarlo a la psicóloga, y yo se lo prometí. La llamé y todo, le dejé un mensaje. En el cuarto de Cristian encontramos dibujos en los que está con una chica que evidentemente es Catalina ¿Por qué no los habré quemado? Ahora los tienen ellos. Se ve que la chica le gustaba. El resto ya lo conocés, después de cuatro días desaparecidos Catalina apareció, pero mi Cristian no. Y todos lo acusan.

Última nota a José Urrutia

Para vos José

Siempre me fascinaron los instantes como este, cuando los hombres cumplimos nuestras decisiones con tanta valentía y tanta determinación, que a los ojos de los demás aparecen como pasos inevitables, impuestos por la intemperie del mundo. Momentos en los que el tiempo se condensa hasta que cristaliza, y después estalla como un sifón o como un foco de luz. Pero vos, qué sabrás.

Salvador Allende siente asediada la Casa de la Moneda, entiende que todo está perdido, y se pega un tiro ¡Qué cumbre! Llegué a imaginármelo gritando ¡hijos de putaaaa! Pero a esa no se la cree nadie. Es inverosímil, como dirías vos. En el fondo era un caballero conservador; jamás hubiera puteado. Además, era arruinar su cuidada obra final. Más contundencia, más solvencia historiográfica, tiene pensar que le pesó el nombre, Salvador. Fijate que yo también puedo inventar jueguitos intelectuales.

Al que sí me lo imagino puteando ante las balas es a Rodolfo Walsh, que también era un caballero, aunque bastante más desequilibrado. Lo veo corriendo, agitado pero ágil como un gato, saltando medianeras y terrazas de edificios bajos, intentándolo pero sabiendo que no va a escapar, con un manojo de cartas en el bolso, sosteniéndose los anteojos con una mano y un revolver inútil en la otra ¿Era zurdo? ¿Que quién es Rodolfo Walsh? Buscalo en Internet.

Mientras tramaba lo que iba a hacer pensé en buscar otros ejemplos, para mejorar la redacción de esta nota. Iba a poner “muertes heroicas” en el Google, a ver qué salía. O “finales de la ostia”. O iba a buscar la frase en inglés ¿Cómo sería? “beautiful suicides” o “great selfkillers”, algo así. Pero los últimos preparativos me retuvieron más de lo que esperaba. Anticipándome hasta el último instante. No sea cosa de perder tu costumbre.

Ahora tengo una paz increíble. No dudo. Me invadió la certeza. Siento su poder. Disfruto de la savia de mi valentía. Porque si la voy a hacer, la voy a hacer bien. Sé que dirías que es una estupidez, y te pondrías a dar explicaciones, pero como yo, sabés que hay una sola razón. Te faltan los huevos. Para mí el tango es mucho más que una musiquita. Lo digo en serio. Te pido una sola cosa. No se te ocurra llorisquear. Bancatelá.


A los demás

Se las hago corta. A María la conocí una noche en la puerta de un club nocturno brasilero. No fue exactamente un encuentro, porque yo no buscaba a nadie. O sí, pero no casual, porque fue ella la que se acercó y preguntó por mi nombre. No la vi venir. Apareció. De pronto estaba ahí. Después entendí que me había estado mirando. La sorpresa me dejó mudo, y ese silencio largo que en otra circunstancia me hubiera apurado a llenar, hizo el encuentro más interesante. A las inevitables palabras a veces es mejor darles un tiempo. Sólo pude observar su sonrisa franca y expectante. Después, ya repuesto y calculando el tono de la frase, le dije que sí, que ese era yo, y le respondí el saludo de la mano, firme y seco. Su determinación me gustó. Y también me asustó un poco.

Esa noche no estaba ansioso, cosa rara. Al contrario. Me había quedado mirando a dos negros que hablaban en portugués. Eran parecidos y estaban vestidos iguales. Tenían zapatillas blancas de cuero, unos pantalones rectos con cintas rojo, verde y amarillo siguiendo la costura lateral, y directamente sobre la piel, una enorme campera inflada de plumas, con tubos circulares horizontales, como las de alta montaña pero de color negro brillante. El cierre abierto dejaba adivinar los trabajados músculos de esos dos buenos cuerpos. Hablaban y se movían constantemente como si estuvieran bailando.

Ella dijo que había encontrado algo mío en Internet. Lo había leído y le había gustado. No lo negué, porque era posible. Remotamente podía llegar a ser. Le pregunté que cómo sabía que el autor era yo. Dijo el título. Contó de qué trataba la historia. Insistí en saber cómo sabía que yo era yo. No disimuló que no lo quería decir. Sospeché, pero lo dejé correr. Me empezaba a sorprender más mi propia reacción a todo lo que estaba pasando. María es una mujer realmente hermosa. Impacta (no quiero ser cínico, lo que pasa es que los tiempos de escritura y de lectura son engañosos). Y de pronto se acerca para decirme que escuchó un grito desesperado que yo había colgado de Internet como quien tira una botella al mar ¿Hace cuánto? Ya no me acuerdo, pero mucho. Aún así, yo permanecía inmutable, limitándome a escucharla y a descifrar hacia dónde iba.

Ahí estaba María sonriéndome con una sobria remerita apenas sostenida por dos hilos posados sobre sus hombros bronceados, con unas delicadas sandalias con tiras de cuero, alta casi como yo, y un abundante pelo castaño oscuro, brillante, pesado y derramado. Yo venía de una época dura, en especial con el tema de las mujeres. Había dejado de esperar algo de ellas. Tampoco daba nada. Los últimos episodios me habían desencantado.

No creí tener nada que perder, así que le dije la verdad, que me hubiera gustado invitarla a tomar una cerveza pero no tenía lo suficiente. De hecho, estaba ahí afuera porque tampoco podía pagar la entrada al club. En otro tiempo, admitir la debilidad de no poder pagar me habría retorcido las tripas. Sentía una deuda permanente hacia las mujeres, la obligación de responder ante la mínima expresión de interés. O peor aún, de cariño. No creía merecer nada de ellas. Esto generó problemas. Ante el mínimo reclamo, una fuerza difusa me obligaba a pedir perdón. Me negaba a crear el espacio para decir lo que quería, y terminaba arrastrándome alrededor. Así, de a poco me alejé hacia la meseta en la que estaba la noche que María vino a decirme que podía emocionarla. Sin saberlo, ya le había dado algo. El antiguo deseo había fertilizado.

Pero el acontecimiento no estaba tan claro esa noche. La relativa tranquilidad de aquella meseta había tardado en llegar. Había sido costosa. Y no estaba dispuesto a ponerla en juego así nomás. En el medio tuve que aceptar la soledad. Volver al llano, a amar las cosas pequeñas, los detalles, el silencio. Dejar que el cuerpo mande. Este fraseo corto me hace acordar a Tizón, y a una frase de Tizón, que me viene como anillo al dedo: ¿Si no sabía a dónde ir ni qué hacer, cómo podía estar equivocado? En mi ir a la deriva María marcaba una dirección, y eso ya era una amenaza. El riesgo de volver a fracasar. Así que la puse a prueba.

Sugerí tomar la cerveza en Pelvis, un bar donde las mozas atienden en bombacha y corpiño, lleno de hombres que las van a gozar como a criaturas en cautiverio, señalándolas como a caballos de carrera. Claro que no son modelos de las que cobran cachet, sino chicas que hacen su trabajo con la suficiente resignación. María me miró, queriendo saber si le hablaba en serio. Cuando vio que sí sonrió, alzó levemente los hombros y me dijo vamos, a ver qué onda. Supe que me iba a enamorar, y que mi astuta puesta a prueba había rebotado. Ahora el que tenía que entrar en esa cueva llena de pajeros con tremenda mujer era yo. Alguna cara iba a tener que poner.

Nos internamos hacia la oscuridad del fondo siguiendo la barra, bajo todas las miradas. Adelante iba yo, odiado por los tipos, atrás ella, admirada y envidiada por las mozas. Un hombre con los botones de la camisa tirantes por la panza inflada no tardó en acercarse a susurrarle cosas ¿Hasta dónde intervenir? ¿Qué quiere? ¿Qué espera ella que haga? Tenía que ponerme en situación, dejar de pensar en María y averiguar lo que me pasaba a mí. El hombre seguía hablándole, asquerosamente susurrante, y haciendo fuerza contra mi brazo que era un tirante rígido apoyado sobre su hombro. Tirando vahos de alcohol en el recorrido, cada tanto giraba la cabeza para hablarle a alguien a sus espaldas. Toda esa tensión sobre mi brazo la rompió con un golpe hacia fuera, que hizo zafar la mano. Menos la música, todo se detuvo en torno a un círculo de gente. Era hora de decidir la apuesta. Podía ampararme en la civilidad. Podía rechazar la violencia. Hacer como que no pasaba nada. Aunque quizá ya era demasiado tarde. Lo que si, si jugaba tenía que jugar fuerte.

Bajé la mirada, inspiré hondo, me afirmé al piso y lo empujé con brutalidad, ya sacado de mí, transformado en otro. Sabía que no alcanzaba con parecer un loco. Me vi en el terror de su mirada. Sentí crecer mi furia, una furia real. Con fuerza desmedida rompí una botella de tres cuartos contra la barra. Fueron segundos. Le pegué una primer patada llena de bronca acumulada. El pie fue a dar contra la rodilla. Algo se desgarró y con un grito horrible, el tipo trastabilló. Tracé un rápido semicírculo con la izquierda y le di con el puño cerrado en el oído derecho. Y en seguida otra patada de lleno sobre el lado izquierdo de la cabeza. Cayó como una bolsa de papas. Sin darle tiempo a nada me tiré y ya sentado encima lo agarré de los pelos y le estrellé la cabeza contra las baldosas del piso. Señalándolo como si las puntas de la botella rota fueran un índice gigante, mirándolo fijo a los ojos, entre los dientes apretados, le hice saber que era capaz de cualquier cosa:

- Rescatate concha tu madre, rescatate porque te juro que te mato.

Al que le escuché esa expresión una vez, era el único consejo que daba. El que te salva sos vos, nadie más, dijo. Por vergüenza, por orgullo, por amor, por lo que sea, pero sos el único que te rescata del dolor. Al final estás solo. Eso dijo.

El tipo aflojó el cuerpo y se entregó. Ni siquiera temblaba. Quedó desparramado con la espalda contra el piso. Yo era una corriente de adrenalina pura. Tenía cada músculo en tensión. Agarré a María del brazo, con brutalidad y ternura a la vez, y la saqué de ahí. Afuera se habían juntado curiosos que buscaban entender lo que pasaba y que se abrieron paso sin prestarnos mayor atención. Mientras caminábamos volví a mí. Me fui tranquilizando. A mitad de cuadra reduje el paso y pude aflojar la mandíbula. Mi mano apretaba la de María, levemente, hasta que las palmas sólo se rozaban. Seguimos en silencio hasta donde había dejado la moto.

Cuando me abandoné compré una Honda 125 y empecé a llevar y traer documentos por la ciudad. Más de diez horas diarias. Con lo que ganaba vivía día a día. A penas pagaba el alquiler, el combustible, la comida. Fue un proceso de embrutecimiento rápido, del que fui testigo consciente. No pude o no quise hacer nada. Todo empezó con lo de la última mujer. Dejé de juntarme con la gente. Dejé de escribir ¿Para qué? ¿Para quién? El amor te deja solo. Y mi trámite de rescate se hizo más largo de lo que creí posible aguantar.

La luna estaba baja y amarillenta. Era una noche cálida. María apoyaba la cabeza sobre mi hombro derecho. Viajábamos todavía sin decir una palabra. Dejamos la ciudad y salimos a la ruta. Vamos a sureste, le dije. Ella hizo unos sonidos de asentimiento antes de dormirse. Me invadió la euforia y una gran felicidad. Los oídos se me llenaron de lágrimas. Ya extrañaba que pasaran cosas buenas. Con la primer claridad llegamos a un pueblito. Mi única guía habían sido los carteles. No tenía idea de nuestra ubicación real. Compramos (pagó ella) pan, queso y una botella de vino. El hombre que cargó combustible dijo que faltaban unos cinco kilómetros por un camino recto de ripio. Poco después lo vimos. Era una línea plateada que cortaba el sol anaranjado a medio salir. El camino se dispersaba justo antes de llegar al borde de los acantilados. Allá abajo, muy abajo después del filo, las olas rompían contra las piedras. El murmullo llegaba débil. Nos quedamos arriba sentados sobre la moto, como si siguiéramos de viaje, viendo el horizonte que se ampliaba con la luz. Los contornos de las sombras se fueron llenando. Arranqué y anduvimos por el sendero paralelo al acantilado, buscando una bajada a la playa. Íbamos rápido, bordeando el abismo, hamacándonos con las ondulaciones suaves del sendero. La risa nació como leves contracciones abajo de la panza y creció hasta convertirse en carcajadas. Es uno de los momentos de mayor felicidad que recuerdo en mi vida. María me daba tiernos besos en el cuello y en las orejas, y yo manejaba la moto, y me reía como un chico.

Ese fue el comienzo de una buena época. Nos hicimos compañeros. Salíamos a cenar, fuimos al cine, hicimos nuevos amigos, probamos drogas, viajamos por Bolivia por Perú, y por la selva de Brasil, nos cuidamos mutuamente en las noches de fiebre, escuchamos música, trabajamos, nos leímos libros enteros en voz alta, hicimos el amor, y aunque muy indirectamente, cada tanto mencionábamos a los hijos. Hasta que en el medio de todo ese idilio se metió José Urrutia, un conocido mío recién llegado de Santiago de Chile, donde la iba de profesor universitario. Les cuento esto para que se hagan una mínima idea. A esta altura la verdad no interesa. Es una de dos. O ella realmente se enamoró de él, o lo usó para expresar su amor por mí de manera retorcida, una de esas triangulaciones escondidas que a veces inventa la mente de la gente. No existe la tercer posición, de la que hablan ellos, la supuesta confusión traída de los pelos, alimentada por mis fantasías, una seguidilla de “interpretaciones forzadas por alucinaciones tuyas”, como dijo José Urrutia. Mentira.


A vos de nuevo

Se demora. Debe haber perdido el tren de las 7. Mientras tanto te la sigo un poco, ya que estamos. No necesito volver sobre lo que ya conocés. Lo hablamos suficiente. Ni tengo que dar razones. Te entiendo. ¿Qué culpa podés tener? Tiene ángel, que le dicen. Hipnotiza, encanta. Pero es mía José, o no es de nadie. Así de simple. Y yo de nuevo no voy a poder. No lo voy a aguantar. No sospecha nada. Le prometí llevarla al mar en la moto, como aquella primera vez, y no sabés cómo se entusiasmó. Se puso contenta. Me preguntó si necesitaba traer abrigo ¡Qué divina! Debe creer que puedo perdonar, pero ¿quién soy yo para perdonar? Ahora me agarra una tristeza fea, y me transpiran las manos. Pero no me arrepiento. Eso ya no. Todo lo contrario. Algo voy a gritar. Pero no una puteada. La bronca desapareció y además, soy un caballero. En su lugar quedó esta paz rara. Ahí tocan el timbre. Una última cosa. No des otra de tus típicas vueltas. Andá directamente y buscá por allá. Nos vas a encontrar.